Más vale absoluto que dure
Autor | Daniel Cosío Villegas |
Páginas | 47-62 |
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II. Más vale absoluto que dure
La Constitución de 1857, quizás como ninguna otra, pasó por altos y
bajos marcadísimos en su prestigio popular y en la fe que en ella
pusieron los gobernantes a quienes tocó usarla como timón de la nave
nacional. Nació sin que nadie creyera en ella: el liberal moderado,
porque el jacobinismo la había manchado; el liberal puro, por su
fondo medroso. Detestada y combatida pugnazmente por la Iglesia
católica y el partido conservador, recién nacida la empuñó Ignacio
Comonfort, quien estaba seguro de que con ella se hundiría cualquier
gobierno y el país entero. La marea de su prestigio nace precisamente
de esa orfandad, cuando, negada por todos y acribillada en el campo de
batalla, los jacobinos la toman de bandera para hacerla una Consti-
tución jacobina; y se levanta más y más hasta llegar a la cúspide con
la guerra de Intervención.
Durante los 10 años de la República Restaurada su fama declina,
y ciertamente Juárez la creyó entonces menos eficaz de lo que supu-
so al recogerla de Comonfort. Y, sin embargo, era mucho más general
la creencia de que los tropiezos del país se debían, no a que su apli-
cación fuera imposible, sino insincera. Su fuerza era tan grande, que
todo se hacía en su nombre y en su defensa: lo mismo lo bueno que lo
malo, lo torcido que lo derecho. Cuando Porfirio Díaz se enfrenta a
Juárez, llama constitucionalista a su partido, y cuando triunfa revolu-
cionariamente de Lerdo, adopta la divisa de “Libertad en la Consti-
tución”. Es más: el ímpetu de reformarla, aparentemente inconteni-
ble al iniciarse la República Restaurada, se agota para 1876. Y más
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todavía; si pocos eran quienes creían que debían hacérsele serias
reformas, nadie suponía que las ideas superiores que la inspiraron
hubieran sido impropias alguna vez, o que lo fueran ahora y menos
que existieran otras ideas más cuerdas, nuevas o firmes. La inclina-
ción constitucionalista era todavía visible, y vivísimo el sentimiento
liberal y aun el reformista.
Nada de extraño tiene, pues, que la actitud y la prédica de Sierra
se consideraran como execrable herejía, y que por eso Sierra tuviera
que dedicar más tiempo, inteligencia y energía a socavar las ideas que
inspiraron la Constitución que a la Constitución como un código con-
creto. En ocasiones apenas apunta, de pasada y en forma muy su-
maria, alguna reforma, como cuando expresa la esperanza de que el
IX Congreso se resuelva a hacer la “necesaria amputación” de limitar
el derecho de voto a los que sepan leer y escribir. En otras, señala una
reforma constitucional sólo como corolario o ilustración de las ideas
filosóficas que examina en alguno de sus artículos de La Libertad; por
ejemplo, cuando recalca en la latitud ilimitada del artículo 5° en oca-
sión de combatir el concepto del derecho “absoluto” que inspiró las
garantías individuales.
Para Sierra, en efecto, ese artículo ejemplificaba bien la concep-
ción absoluta de un derecho: “nadie puede ser obligado a prestar tra-
bajos personales sin la justa retribución y sin su pleno consentimien-
to”. Hacía imposible, desde luego, el régimen penitenciario, en el que
tantas esperanzas se ponían entonces, pues la regeneración del cri-
minal por medio de un trabajo necesariamente obligatorio se estre-
llaría si se negaba a prestarse al experimento de trabajar. También
hacía imposible el gobierno municipal, puesto que la pobreza de la
mayoría de los ayuntamientos del país los incapacitaba para remune-
rar el trabajo y la atención de los munícipes. Resultaba igualmente
imposible contar con un ejército, ya que no había reclutas que con-
sintieran plenamente en serlo. Y es más, en sus afanes polémicos,
Sierra llegó a asegurar que hasta el cobro de los impuestos fracasaría,
porque “[…] ¿no es el dinero un valor representativo del trabajo
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