Los sabios también yerran

AutorAndrés Henestrosa
Páginas72-74
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ANDRÉS HEN ESTROS A
de estilo, siempre que su tendencia pedagógica lo requiriera. Como versifi-
cador era un maestro, si serlo es expresarse con soltura, sin apuraciones, lo
mismo si se evitan las licencias que si se recurre a ellas de modo natural y fácil.
Una memoria feliz, le permitía evocar recuerdos con que luego confeccionaba
páginas llenas de temblor y colorido, con una delectación que se podría decir
que al hacerlo, el poeta reconstruía las dichosas horas de su niñez y juventud,
tan diversas a las de su madurez, amargas y dolientes. Engañado por la vida y
por los hombres, Juan de Dios Peza se volvió a esa pequeña isla de oro que es
la niñez, y rescató para los niños y para los jóvenes, lo que de más embriagador
y dulce vieron sus ojos recién abiertos a la vida. Y de ahí viene, creo yo, el en-
canto y el fervor, así como la belleza y la doctrina que contienen sus libros de
prosa en que desentierran memorias, reliquias y recuerdos.
Y ahora que se cumplen cien años de su nacimiento quise, al igual que otros,
dedicarle este recuerdo, aunque siempre quedará en deuda mi gratitud.
17 de febrero de 1952
Los sabios también yerran
Don Joaquín García Icazbalceta, mae stro de toda erudición mexicana, y don
Marcelino Menéndez y Pelayo, maestro de toda erudición española, son dos
nombres inseparables del estudio de nuestra literatura virreinal. Lo que es-
tas dos autoridades dijeron ha sido norma casi constante para juzgarla. Y
con ra zón: eran tan sabio, tan enterados, tan extremo er uditos que parece
imposible que no tuvieran razón. Sus opiniones son como macizas murallas;
nadie se atreve a controvertirlas, o siquiera discutirlas, si no quiere que se
le acuse de herejía. Más aún. Sus juicios son últimas palabras que favorecen
la pereza de los que vienen después: con sólo glosarla s o repetirlas entre
comillas, se sale airosamente del paso, sin contar que a veces llegan a ser
tan fa miliares que se convierten en tr adición oral, de donde las toman sin
verificarlas. Otra cosa no ha n hecho durante muchos años, entre otros, los
autores de las dos más vulgar izadas historia s de la Literatura Mexicana con
respecto al E l peregr ino indi ano de Antonio de S aavedra y Guzmán, a cerca
del cual siguen vigentes, después de cerca de un siglo, los juicios de G arcía
Icazbalceta. Ni Carlos González Peña, ni Julio Jiménez Rueda, se han atre-

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