República y bienes comunes. La originalidad de la Constitución de 1917

AutorRoux, Rhina
Páginas37-54

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República y bienes comunes

La originalidad de la Constitución de 1917

Republic and common property

The singularity of the 1917 Mexican Constitution

Rhina Roux*

Resumen


La originalidad de la Constitución mexicana de 1917, sin precedente en el mundo de la época, fue que sacó la tierra y los bienes naturales de los circuitos del mercado, resguardándolos como patrimonio público de la nación. Para ello, los constituyentes mexicanos recuperaron la tradición de derecho público de la monarquía española, nutrida por la persistencia de socialidades comunitarias. Este texto expone las razones de este acontecimiento, anómalo en la tradición jurídica liberal.

Palabras clave: México, Constitución de 1917, república, bienes comunes, ejido.

Abstract


The Mexican Constitution 1917’s originality was that it took the land and the natural commons out of the market circuits, safeguarding them as a nation’s public patrimony. For this, the constituents rescued the Spanish monarchy’s tradition of public law, nourished by the persistence of community socialities. This text explains the reason for this event, anomalous in the liberal legal tradition.

Key words: Mexico, Constitution of 1917, republic, common property, ejido.

Artículo recibido: 03/02/2017
Apertura del proceso de dictaminación: 02/03/17 Artículo aceptado: 19/08/17

* Profesora-investigadora, Departamento de Relaciones Sociales, UAM-Xochimilco, México [roux@correo.xoc.uam.mx].

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De acuerdo con la teoría jurídica, una Constitución en sentido positivo (como derecho constituido) es la “ley fundamental” del Estado: la ley suprema que vincula normativamente a los individuos regulando sus conductas y relaciones bajo la amenaza de coerción externa. Sea cual fuere su origen, la voluntad de un monarca o de un pueblo, una Constitución prescribe los principios y normas, de validez universal y carácter obligatorio, sobre la organización del Estado en su territorio: la titularidad de la soberanía, la forma de gobierno, la organización y funcionamiento de los órganos del Estado, los mecanismos de selección, deberes y límites de los gobernantes, así como los deberes, derechos y libertades de sus ciudadanos.1Desde la Magna Carta inglesa del siglo XIII a la Constitución alemana de Weimar en el siglo XX, pasando por la Constitución estadounidense de 1787 y las Constituciones de la Francia revolucionaria, en cualquier caso una Constitución supone una decisión consciente sobre la forma de existencia de una comunidad política: lo que se conoce como un acto del poder constituyente.2

Considerando el origen político del orden normativo del Estado se comprende, justamente, la célebre afirmación de Lassalle acerca de la Constitución como consagración jurídica de relaciones de poder.3Se trata, más precisamente, de relaciones de concretas fuerzas sociales en las que se disputan y acuerdan los principios, normas y derechos que posibilitan la unidad civil o política de una pluralidad humana.

En México, en contraste con el modelo liberal de 1857, la Constitución de 1917 proyectó como forma de organización estatal una república presidencial. En otras palabras, una forma de Estado también estructurada de acuerdo

1Atendiendo al origen del orden jurídico estatal, la teoría pura del derecho –representada en el siglo XX por Hans Kelsen– contempló dos formas de Estado posibles: democracia y autocracia. Hans Kelsen, Teoría general del Estado, México, Ediciones Coyoacán, 2012.

2En su polémica con el positivismo jurídico de Kelsen, que identificaba directamente el Estado con el orden jurídico, Carl Schmitt escribió en 1927: “No es, pues, que la unidad política surja porque se haya ‘dado una Constitución’. La Constitución en sentido positivo contiene sólo la determinación consciente de la concreta forma de conjunto por la cual se pronuncia o decide la unidad política”. Carl Schmitt, Teoría de la Constitución, Madrid, Alianza Universidad, 1996, p. 46.

3Ferdinand Lassalle, ¿Qué es una Constitución?, México, Hispánicas, 1987.

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con los principios de soberanía popular, federalismo, laicidad del Estado y división de poderes, pero que suprimió la vicepresidencia atribuyendo la titularidad del Poder Ejecutivo a un solo individuo, el presidente, quien sería simultáneamente jefe de Estado y jefe de gobierno electo directamente por los ciudadanos y a quien se otorgaron amplias facultades, incluso legislativas: entre otras iniciativa de ley y derecho de veto, libre nombramiento y remoción de secretarios, comando de las fuerzas armadas, dirección de la política exterior, suprema autoridad agraria, otorgamiento de concesiones a particulares para la explotación de bienes naturales, expulsión de extranjeros y facultad de indulto.

Lo que dio su originalidad a esa Constitución, promulgada en el tiempo turbulento de una revolución, no fue sin embargo el régimen político adoptado. El hecho jurídico peculiar, sin precedente en el mundo de la época, fue que esa Constitución sacó la tierra y los bienes naturales de los circuitos del mercado resguardándolos como patrimonio público de la nación. Sin negar los derechos civiles y garantías individuales propios de la tradición liberal, los constituyentes mexicanos debieron para ello recuperar la tradición de derecho público de la monarquía española, nutrida a su vez por la persistencia de socialidades comunitarias. En este texto se explican las razones de ese acontecimiento, anómalo en las coordenadas de la tradición jurídica liberal.

república o monarquía

Como demostró la danza de modelos constitucionales que acompañó la conformación del Estado mexicano (un decreto constitucional, un reglamento provisional, siete leyes constitucionales, unas bases de organización jurídica, un acta constitutiva y de reformas y dos constituciones en la primera mitad del siglo XIX, llamado periodo “de anarquía”), un orden estatal no surge de los idearios de las élites cultas o de la promulgación de una Constitución, como si el acto constituyente fuera una suerte de “pacto social” fundador. Un orden estatal se conforma en las vicisitudes, conflictos y persistencias de la historia: en relaciones de concretas fuerzas sociales en las que individuos y comunidades, desde su existencia material, imaginarios y formas de politicidad, disputan y acuerdan los principios y derechos que posibilitan su unidad política.

En el territorio que había sido virreinato de la monarquía española, como en otras latitudes, la construcción de la moderna forma estatal suponía la realización de varios procesos entrelazados: la delimitación y control de fronteras territoriales (suelo, subsuelo, mares y espacio aéreo), la concentración del mando en una autoridad suprema reconocida en todo el territorio nacional (esto es, la constitución de un poder soberano), la centralización de los medios

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materiales de la violencia y la construcción de lo que Benedict Anderson llamó una “comunidad imaginaria” nacional.4

En las condiciones del siglo XIX ese proceso suponía resolver varios desafíos: construir una comunidad de ciudadanos y una nueva identidad colectiva en una sociedad recreada en jerarquías raciales, diversidades étnicas y jurisdicciones corporativas; disciplinar a caciques, militares y caudillos regionales surgidos de la guerra de independencia; someter a la Iglesia a la jurisdicción estatal arrancándole el poder terrenal sobre asuntos que competían al mando civil (educación, registro civil, impartición de justicia); conservar la integridad del territorio nacional frente a la amenaza de expansión territorial de Estados Unidos y afirmar los principios jurídicos de la propiedad privada moderna en una sociedad en la que persistían socialidades comunitarias.

Hacer de la sociedad mexicana una sociedad republicana en medio de mentalidades, hábitos y politicidades modelados durante tres siglos en la existencia de distinciones de casta, fueros y privilegios; establecer una monarquía mexicana sin que existieran fuentes internas de legitimidad dinástica; apelar a un monarca extranjero como dique a la expansión norteamericana poniendo en cuestión la soberanía o copiar el modelo constitucional de la república estadounidense en una sociedad que no era de farmers sino de pueblos y comunidades, fueron parte de los dilemas que enfrentaron las nuevas élites políticas. República o monarquía, resumió Edmundo O’Gorman el “forcejeo ontológico” en que se debatió la naciente nación mexicana.5

“Son nuestras repúblicas unas monarquías en que se halla vacante el trono”, escribía decepcionado en 1830 el liberal José María Luis Mora.6“En México no hay ni ha podido haber eso que se llama ‘espíritu nacional’, porque no hay nación”, reflexionaba a su vez Mariano Otero ante la derrota frente a la invasión estadounidense. Y, del otro lado del espectro ideológico, Lucas Alamán pedía a Santa Anna en 1853 regresar del exilio para gobernar aconsejándole “conservar la religión católica, porque creemos en ella y porque

4Benedict Anderson, Imagined Communities, Londres, Verso, 1983 (en castellano: Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, traducción de Eduardo L. Suárez, México, Fondo de Cultura Económica, 1993).

5Edmundo O’Gorman, La supervivencia política novo-hispana. Monarquía o república, México, Universidad Iberoamericana, 1986.

6José María Luis Mora, “De la eficacia que se atribuye a las formas de gobierno”, en Obras completas, México, SEP/Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, 1986, vol. I, p. 316.

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aun cuando no la tuviéramos por divina, la consideramos como el único lazo común que liga a...

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