La Pena de Muerte

LA PENA DE MUERTE
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EDUARDO BELL ESCALONA (*)


(*) Profesor de la Sección "Ciencia General del Derecho" en el Departamento de Ciencias Jurídicas de la Universidad de Chile de Valparaíso. Doctor en Derecho de la Universidad Central de Madrid
  1. INTRODUCCION

    Tal vez sobre muy pocas materias del Derecho Penal se ha escrito más que sobre la pena de muerte. Pese a ello, el tema no ha perdido un ápice de la actualidad que tenía en la época de Confucio, de Platón, de Séneca, lo que autoriza para afirmar que la pena de muerte es en el Derecho Penal lo que el amor en la literatura: un asunto explotadísimo, pero, al mismo tiempo, universal, perenne, fecundo, clásico.

    Trátase, por otra parte, de una cuestión subyugadora y apasionante que, rebasando los moldes jurídicos propiamente tales, inunda el terreno filosófico, teológico, humanista, sociológico, político, etc. Atañe tan directa e íntimamente al hombre como entelequia vital, como ser dotado de voluntad, razón y libertad, que no es posible -no ya al jurista, al sociólogo o al teólogo- sino al hombre medio, y quizá a todos los hombres, soslayar una actitud frente al problema.

  2. GENERALIDADES SOBRE LA PENA

    Antes de hablar de la pena de muerte, es conveniente conocer los requisitos y características que los criminólogos asignan a la pena en general. Así, según Carrara, la pena debe ser aflictiva, física o moralmente, ejemplar, cierta y, por tanto, redimible, pronta, pública y no pervertidora; no debe ser ilegal ni aberrante; ni excesiva ni desigual; debe ser divisible y, en cuanto se pueda, reparable.

    Para Alimena, la pena debe ser aflictiva, enmendatriz, individual, elástica, reparable, legal, igual y cierta.

    Rossi opina que las penas deben ser personales, morales, divisibles, apreciables y reparables o redimibles, instructivas, satisfactorias, ejemplares, reformadoras y tranquilizadoras.

    A los requisitos ya enunciados, Silvela agrega los de mensurable, reductible y económica.

    Concepción Arenal añade que debe ser correccional, es decir, debe constituir un bien, pues lo contrario "aparece como un derecho contra Derecho".

    De los autores citados y de Vidal, de Amor, de Balmes, de Guizot, llegamos a la conclusión de que los requisitos que debe reunir toda pena son: aflicción, ejemplaridad, divisibilidad, igualdad, revocabilidad, legalidad y reparabilidad. Oportunamente veremos hasta dónde la pena de muerte se ajusta a estas características, y desde dónde, dada su especial naturaleza, está liberada de ceñirse a los requisitos de toda pena.

  3. DOCTRINAS SOBRE LA PENA DE MUERTE

    Por ahora, y a fin de seguir un orden lógico, ocupémonos de la trayectoria doctrinaria de la pena de muerte.

    La primera doctrina de que se tiene conocimiento -bastante primitiva, pero doctrina al fin- es la llamada del Talión, condensada en el conocido aforismo de "ojo por ojo, diente por diente". Según ella, la privación de la vida de que el delincuente ha hecho objeto a su víctima, justifica por sí sola la privación de la vida del hechor. Se aplica, como se ve, un criterio aritmético, tosco.

    De los grandes filósofos antiguos, la defendieron Confucio y Platón. Este último la reservaba como único remedio para los "enfermos del alma", como llamaba a los incurables; y decía que para ellos el seguir viviendo no era el estado más ventajoso por lo mucho que sufrían, en tanto que eliminándolos, la sociedad hacía un doble servicio, porque se limpiaba de malos súbditos y porque daba un ejemplo aleccionador. En Platón se encuentra, pues, el origen remoto del darwinismo social, que siglos más tarde habrían de desarrollar Garófalo y Lombroso.

    Séneca era partidario de aplicarla con crueldad o infamia, no por satisfacer el instinto del odio, sino para que sirviera de seguro y fuerte escarmiento.

    Entrando al Medioevo, nos encontramos con que la filosofía de aquel tiempo la llenan, casi exclusivamente, los Padres de la Iglesia. Conviene, sin embargo, aclarar, desde ya, que la Iglesia Católica no tiene una posición que pudiéramos llamar oficial frente a la pena de muerte, dejando en plena libertad de acción sobre el particular a sus súbditos.

    Santo Tomás decía que, así como era lícito al médico amputar el miembro gangrenado que amenazaba corromper a todo el cuerpo, también le estaba permitido a la sociedad o al Príncipe encargado de velar por su salud moral, eliminar al criminal.

    San Isidro, al justificar la pena de muerte, justificó el Talión, por estimarlo inherente a la naturaleza del hombre.

    Duns Scoto fue el primer teólogo que combatió la pena de muerte en forma abierta y decidida, basado en que el "no matarás" bíblico obligaba a todos los hombres y, por lo tanto, al Príncipe. Rechazaba con repugnancia la idea de que el hombre pudiera ser el árbitro de la vida de otro hombre.

    El fundador de la ciencia penal española, Alfonso de Castro (y estamos ya en el siglo XVI) la acepta, pero no sin escrúpulos, en lo que se deja notar la influencia de Scoto. Arguía que sólo para casos muy calificados la sociedad estaba investida de todos los medios conducentes a su fin.

    Tomás Moro suprimió la pena de muerte en su estado ideal, reemplazándola por la de trabajos forzados, porque, razonando con una sabiduría que los juristas de hoy han hecho suya, decía que un hombre que trabaja es más útil a la sociedad que un cadáver.

    El año 1764 marca un hito en la historia de las doctrinas sobre la pena de muerte con la aparición del libro de César Beccaría "De los Delitos y de las Penas", en el que se esgrimen por primera vez argumentos rotundos y valientes en contra de la pena máxima, a saber: primero, la autoridad no tiene derecho a matar, porque nadie se lo ha conferido o delegado; segundo: esta pena carece de valor ejemplarizador o intimidativo, siendo más bien contraproducente, y tercero: la ley, al establecerla, se convierte en asesina, agregando otras razones que prácticamente son casi las mismas que se han mantenido en boga hasta nuestros días, o sea, que la reclusión perpetua llena los mismos fines de la pena de muerte en lo que hace a la seguridad del grupo social, lo que evidencia su falta de necesidad y, por ende, de legitimidad; las ejecuciones públicas no pasan de ser espectáculos sangrientos y bochornosos, etc., etc.

    La influencia de Beccaría fue enorme y marcó el comienzo del primer movimiento abolicionista moderno de carácter mundial.

    Una nómina de los principales autores partidarios de la pena capital podría conformarse así: Kant, Fichte, Hegel, Garófalo, Filangieri, Romagnosi, Lombroso, Montesquieu, Rousseau, Mally y Cuello Calón. Por su parte, los principales abolicionistas son: Beccaría, Carrara, D'Olivecrona, Ellero, Mittermaier, Berner, Diderot, Bentahm, Degenerando, Dorado Montero, Ferri y Mancini.

    Según Solovieff, a mediados del siglo XVIII el número de los defensores de la pena de muerte ascendía a 61, contándose sólo 45 entre sus adversarios; mientras que a partir del comienzo del siglo XIX se altera la cifra: son 79 sus partidarios y 128 sus adversarios.

  4. LA PENA DE MUERTE EN LAS DIVERSAS LEGISLACIONES

    Después de la breve mirada que hemos dado a la evolución de las diversas doctrinas sobre la pena de muerte, demos ahora otra, también rapidísima, a la evolución que la pena capital ha sufrido a través del tiempo en las distintas legislaciones.

    Los hebreos castigaban con la pena máxima la idolatría (Levítico, Cap. XX), el homicidio malicioso (Exodo, Cap. XXI), la sodomía, el incesto y algunos otros crímenes.

    Entre los egipcios se aplicó, en un principio, a todos los delitos, y más tarde sólo respecto de los cometidos contra la divinidad, el homicidio, el parricidio, la prostitución, el adulterio de las mujeres nobles y los golpes de Estado. Bajo el reinado de Sabacón fue totalmente abolida y con espléndidos resultados. Este hecho tiene, además, la novedad de ser la primera vez en la historia que es abolida la pena de muerte.

    En Lacedemonia y bajo Licurgo se penaba con ella los delitos contra el orden público y la seguridad individual, mientras que en Atenas, antes de Solón, se prodigaba con mucha facilidad; pero éste la reservó para el sacrilegio, la profanación de los misterios, el atentado contra el gobierno, el adulterio de la mujer, el homicidio y la violación no seguida de matrimonio.

    Roma fue más prolífera: la aplicaba al perduellio (traición al Estado), al patrono que delataba a su cliente, al que de noche y furtivamente cortase mieses o hiciera pacer ganado y al que desarraigase deslindes de las propiedades consagradas a ciertos dioses. Las XII Tablas la imponían a los que celebrasen reuniones nocturnas de carácter sedicioso, a la prevaricación, al atentado de obra contra el padre, a la profanación de murallas, a la negligencia y deshonestidad de las vestales, a la desobediencia de los decretos de los augures, al homicidio intencionado, al envenenamiento, al parricidio, al incendio malicioso, al robo nocturno, al falso testimonio, al incesto, a la bestialidad, a los que públicamente y a sabiendas vendieren medicamentos nocivos y a los falsificadores si fueren esclavos.

    En 1754, la emperatriz Isabel Petrowna de Rusia abolió la pena capital, la que, de hecho, no se aplicaba desde hacía ya varios años.

    Bajo la influencia de Beccaría y sus discípulos, se inicia una corriente abolicionista, encabezada por Leopoldo I de Toscana, a quien imita Austria en 1787 y Finlandia en 1826.

    Enumerar los diversos Estados que la suprimieron sería prolijo, pues muchos de ellos volvieron a implantarla y nuevamente a derogaría y así, sucesivamente. Más aún, Rumania, Brasil y México elevaron el precepto derogatorio a la categoría de norma constitucional, prohibiendo su restablecimiento, pese a lo cual más tarde cambiaron de criterio.

    Pero sí vale la pena detenerse en un país que se caracteriza por su excesiva rigurosidad penal. Nos referimos a Inglaterra.

    Recojamos un ejemplo para apreciar hasta qué extremos ha llegado la severidad sajona. Un muchachito de 9 años, provisto de un palo, sacó a través del vidrio...

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