Pedro J. Méndez

AutorGabriel Gonzalez Mier
Páginas551-570
˜ 551 ˜
Pedro J. M Èndez
1836-1866
PORTENTOSA EXPRESIÓN de la gran naturaleza
americana: los Andes. Enorme cordillera de
montañas, fértiles altiplanicies, profundos
barrancales y nevados picos, dilátanse al
través del Nuevo Mundo eslabonando pue-
blos, comarcas y naciones, como el inmenso
tronco secular del Continente, cuyas últi-
mas vértebras de granito van a perderse en-
tre las ondas solitarias del Océano austral.
La cordillera discurriendo desde su re-
moto origen, en serie no interrumpida de
innumerables accidentes, se estrecha más y
más, hasta formar un itsmo que une a la del
Sur la América Central, de la que arranca a
su vez hacia el Noroeste y penetra a México
por Chiapas y Tehuantepec, donde se en-
sancha ya en plena región septentrional.
La Sierra presenta en este lugar todo el as-
pecto de una topografía trágica. Allí se ve el
conflicto, la precipitación hervorosa de las ma-
sas geológicas algo que da una idea de la evo-
lución de los grandes caudales frente al escollo
que prepara la bifurcación de sus torrentes.
Este núcleo intrincadísimo marca con
toda claridad el vértice de dos sendos rama-
les, que se apartan suavemente y dan a la
República la forma dominante de un ángulo
quebrado, cuyos lados están constituidos
por uno y otro litoral.
Numerosas derivaciones arrancan de
ambos ramalea que llevan por esta circuns-
tancia el nombre común de Sierra Madre.
La historia no las bautiza todavía, pero no
encontrará nada más adecuado para desig-
narlas. En su criterio, así como en el criterio
geográfico, esas montañas sublimes, esas
alturas inmortales, merecerán y con razón
el nombre de Sierra Madre… porque lo son,
de ilustres varones, mártires de la libertad,
héroes y redentores de la Patria.
Ella ha influido también en la geografía
política de nuestro país, caracterizando mu-
chas de sus porciones territoriales.
La cadena que se abre con dirección al
Este, hunde en aguas del Golfo su flanco
oriental; forma así la faja de tierra que cons-
tituye el rico Estado de Veracruz y se interna
por Tamaulipas rumbo al Noroeste, desatán-
dose en un fleco de serranías dispersas, que
se proyectan en una misma dirección.
LIBERA LES ILUST RES MEX ICANOS D E LA RE FORMA Y L A INTERVE NCIÓN552
Aquí, al pie de la Sierra que atraviesa
aquella parte de la República, y como a cin-
cuenta leguas de la costa, levántase el rústico
poblado de una finca de campo, hoy (1893),
propiedad de un procer político, opulento
por lo mismo, ya que de esta condición es la
fortuna inseparable atributo, desde que sólo
por rara especie y fenómeno excepcional en
nuestro país se llega a dar el caso de ver jun-
tos la pobreza y el poder.
Corren los años de 1845. Los trabajos
del campo han terminado ya. Cae la noche
desvaneciendo los trémulos fulgores del oca-
so y es el modesto caserío de la aldea grupo
inmóvil de sombras sumergidas en la cre-
ciente oscuridad. Una sombra más grande y
más regular que las otras, indica el punto en
que se encuentra la casa principal. En la pie-
za que sirve de sala a esta habitación rural
acostumbran, en íntima, tertulia, reunirse
por la noche el propietario a la sazón, su es-
posa y cuatro niños; Pedro, Gabriel, Vicenta
y Agapita.
Excepción de las costumbres patriarca-
las del campo, aquella vez se ha prolongado
la velada, evocando asuntos e impresiones
que son como el resumen familiar con que
suele cerrar el día la intimidad conyugal.
Los niños prestan a la conversación de
sus mayores esa atención heroica y tenaz
que muchos toman como signo de precoci-
dad, pero que sólo es obra del interés que
en ellos despierta la forma enigmática de un
discurso que no pueden penetrar. La curiosi-
dad y la inconstancia nunca pierden su im-
perio en el espíritu de la niñez.
No así Pedro, el mayor, hacia quien la
primogenitura y la circunstancia de estar
predestinado para los fines de su educación,
a sufrir la vida del pupilaje bajo extraño te-
cho, movían el ánimo paternal a mayor ter-
nura y consideración, que él sabía conver-
tir en prerrogativa propicia a su insaciable
y natural actividad. Rendido por la fatiga,
habíase dejado caer en una silla, deslizan-
do insensiblemente el tronco hasta perder
la vertical; caídas las manos, todo en posi-
ción de un cuerpo que el cansancio afloja y
se acomoda hasta donde es compatible con
el bienestar, la proporción mezquina de un
mal asiento.
—Las once, Pedrito ¿por qué no te
acuestas hijo mío? dice la madre, interrum-
piendo la conversación.
—Porque… porque no tengo sueño con-
testa el niño, incorporándose para bostezar
mejor.
La excusa era inaceptable a todas luces.
Pedro no decía la causa que le obligaba a per-
manecer allí. Pero Vicenta a quien nada le
iba en ser discreta, antes bien parecía com-
placerse en los efectos de la divulgación,
rompe vivamente el silencio diciendo: No lo
creas mamá; tiene sueño, pero no va a acos-
tarse porque tiene miedo.
—Ya viste, observa Gabriel, cómo el
otro día que ustedes no estaban aquí para
acompañarlo, mejor se quedó en el patio en
vez de ir a su cama a dormir.
—¡A ver mamá, quién acompaña al
miedoso, porque si no hay quien lo acompa-
ñe no se va a acostar!
Y con esa tenacidad insoportable y cruel
en que se goza el espíritu infantil mortifi-
cando a los demás, aquella triple alianza dio
a nuestro Pedro buena carga de bromas e iro-

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