Octavio Paz

AutorJosé E. Iturriaga
Páginas445-469
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Conocí a Octavio Paz hace siete decenios. Teníamos 18 años y hablábamos
con cierto laconismo en la Prepa Chica. Luego estrechamos nuestra amis-
tad en la Facultad de Filosofía y Letras cuando el plantel estaba instalado
en el edificio construido por Porfirito —hijo del general Díaz—, sobre el
terreno donde se derribó el claustro de Santa Teresa la Antigua, situado en
la esquina de Guatemala y Licenciado Primo Verdad. Después nos segui-
mos viendo cuando nuestra facultad se traslado a la vieja casona de Mas-
carones en la Rivera de San Cosme.
En el primer año de facultad estudiábamos no más de 20 alumnos: 15
en Letras y cinco en Filosofía, entre estos Manuel Cabrera, un joven Molina,
muy ágil de mente, y yo. En los espacios entre clase y clase nos reuníamos
a conversar, sentados en una escalera de dos brazos inconclusos, Octavio
Paz y su novia Elena Garro, María Amerena y Raquel Vázquez, María mi
novia y yo. No había entonces cafeterías en las facultades para hospedar
las disputas académicas de los estudiantes. La curiosidad intelectual de
Octavio era ostensible. Constituía un espectáculo humano cuando abordaba
los viejos temas con nuevos ojos, no con los de quien pretende venir de
regreso de todos los saberes. Octavio mantenía y mantiene fresca esa cu-
riosidad, tal como la tenía de adolescente y como aconsejaba tenerla Platón
hace 25 siglos.
Todos los días llegábamos a clases a las cuatro de la tarde, cogidos de
la mano de nuestras respectivas novias: Octavio con Elena, cuya belleza y
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porte rivalizaban tácitamente con los de María, mi elegante novia y cuyo
encumbrado apellido no hace al caso mencionar ahora. Esa doble pareja de
jóvenes enamorados duro los cuatro años que estudiamos en tan prestigia-
da facultad y cuyos maestros en Letras o en Filosofía eran, entre otros,
Julio Torri, Antonio Caso, el helenista Francisco de Paula Errasti, Ezequiel
Chávez, Julio Jiménez Rueda, Eduardo Nicol, Pablo Martínez del Río, Luis
Recasens Siches, el latinista Pablo González Casanova —padre de quien
muchos años después fuera rector de la UNAM— Joaquín Xirau, atropellado
por un tranvía minutos después de terminar su cátedra. Su hijo Ramón,
heredó las virtudes intelectuales de su padre. Ese ambiente de auténtica
curiosidad intelectual y de amor por el saber, fraguado en la incompleta
escalera de la facultad, rodeó la segunda adolescencia de Octavio a lo largo
de cuatro años. No es inútil recordar que a la refinada y distinguida Elena
Garro la llamábamos La dama de la facultad porque ligábamos su aspecto al
de la Dama de la pantalla, como se le decía entonces a Anne Harding, famo-
sa estrella de cine. Octavio acabó casado con Elena. Yo contraje nupcias
dos años después con Eugenia, que me dio cuatro hijos bien estructurados
culturalmente, como su madre.
Al terminar nuestros estudios dejé de ver a Octavio porque se fue a
trabajar con los indios mayas de Yucatán como maestro rural. Lo encontré
nuevamente cuando tenía un puesto de inspector en la Comisión Nacional
Bancaria. Su función consistía en autorizar, ante notario, la quema de bille-
tes usados en exceso y declarados en consecuencia fuera del torrente circu-
latorio. Debían ser incinerados y Octavio certificaba el acto crematorio
ante un notario.
Ese trabajo lo abandonó pronto porque logró salir del país pocos meses
después como vicecónsul de nuestra Cancillería en San Francisco, Califor-
nia, donde asistió a la creación de las Naciones Unidas en mayo de 1945.
Más tarde fue trasladado con la misma categoría a Nueva York, e ingresó
después al Servicio Diplomático —ya en firme— con el rango de tercer
secretario adscrito a nuestra embajada en París.

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