Narcisa Fuentes, la niña artillera

AutorAndrés Henestrosa
Páginas575-576
Narcisa Fuentes, la niña artillera
Más allá de Juchitán, como quien va a Chiapas, hay una pequeña congregación
municipal que lleva por nombre La Venta. Es el antiguo casco de una finca
ganadera, ahora convertido en uno de los más curiosos poblezuelos del Istmo
de Tehuantepec. A La Venta llegamos una mañana de sol, espléndida, con esa
luminosidad que ocurre después de una noche tempestuosa. Era domingo y
como no llegábamos con aviso previo, encontramos desiertas la presidencia
municipal y la escuela pública. Unos cohetes, la voz de un trozo de riel atacado
con un marro y las campanas a vuelo, anunciaron al pueblo nuestra llegada.
Unos minutos después, el corredor de la escuela se veía invadido de hombres,
mujeres y niños. En estos pueblos dos personajes destacan siempre: el presi-
dente municipal y el maestro de escuela. Allí estaban, pues, los dos. No hacía
falta explicar el origen de la v isita: todos sabían que llegaba al pueblo un
coterráneo, ahora metido en afanes electorales. Como siempre ocurre también,
el munícipe presentó al candidato los problemas más agudos del lugar, los
cuales se reducen a dos o tres, en los que siempre es la escuela el que ocupa
primerísimo sitio. El maestro de escuela, mientras tanto, formó en fila a los
niños que se habían reunido en el portal de la vieja casa de los antiguos dueños
de la hacienda de La Venta. Nada había preparado, ningún programa había
que desarrollar por lo inesperado de la visita. Entonces ocurrió algo que es
precisamente lo que quería contarte, lector: de la fila de alumnos se despren-
dió de pronto una niñita no mayor de diez años. Descalza, despeinada, vestida
pobremente se le veía transfigurada. Resplandecían sus ojos claros, se ilumi-
naba su rostro mestizo; sus cabellos, ligeramente rojizos, flotaban al v iento.
Su nombre Narcisa Fuentes. Se le adivinaba trastornada por muy encontrados
sentimientos; en un solo instante, Narcisa se había convertido en la voz de
sus compañeros de aula, en el grito de su pueblo, que a través de sus palabras
iba a transmitir a la concurrencia un mensaje en que todos estaban presentes.
Sobreponiéndose a aquel momento emotivo, dijo con voz firme y decidida:
“Vigile usted, señor Henestrosa, que el techo de nuestra escuela no se caiga
sobre nosotros.” Lo dijo señalando con el dedo el techo de vigas del salón.
No dijo más, ni hacía falta que dijera. La concurrencia entera había quedado
atónita, sólo pendiente de resistir a pie firme los embates de una conmoción
próxima a estallar en llanto.
AÑO 1958
ALACE NA DE MINUCI AS 575

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