El nacimiento del mundo

AutorJuan Rogelio Ramírez Paredes
Páginas311-331

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Introducción

Hablar de nosotros como pueblos afroiberoamericanos es hablar del sincretismo originario y particular de diferentes culturas en el territorio que hoy llamamos América Latina.

Reconocernos como cultura diferenciada no implica que estemos fuera de la civilización occidental. No podemos es-Page 312tar fuera, porque ello sería negar la verdad histórica de que hoy somos parte de esta civilización. A Occidente pertenecemos desde nuestro origen. La historia de nuestro principio es la historia de la incorporación forzada y, a la vez accidental, de nuestras raíces no europeas a la civilización de Occidente. Todo ello en territorio americano. Como cultura afroiberoamericana, o latinoamericana, somos parte de la civilización occidental.1

La civilización a la que pertenecemos ha llegado a un grado de expansión plane- tario que se funda, entre otras cosas, en haber extendido la imagen del mundo, es decir, una construcción de lo que llamamos “mundo” en forma de imagen. Decir una imagen del mundo moderna no es decir una imagen más del mundo. Sí es decir la imagen del mundo, pues esta imagen se funda en un modo de pensar propio de la modernidad originario de Occidente, es decir, de la única imagen del mundo, la moderna. Además, originariamente occidental.

Sobre esta imagen, Occidente ha pretendido uniformar históricamente a otras civilizaciones contemporáneas. No ha logrado desentrañar y ni siquiera plantear las premisas fundamentales que le permitan llegar al diálogo pendiente y necesario con Oriente. El proyecto heideggeriano ya había advertido esta situación, sin haber logrado resolverla.

En Occidente, las corrientes culturales anglosajonas occidentales han establecido una lucha con otras culturas por hacerse de la hegemonía cultural de nuestra civilización. Ésta es una lucha no concluida. En ella se observan éxitos, límites y fracasos de las diferentes culturas que configuran a Occidente.

La base material de nuestros pueblos afroiberoamericanos los coloca en desventaja frente a los procesos de colonización cultural que se traducen en inmersiones desafortunadas, de nosotros mismos, dentro de ciertas ideologías. Son desafortunadas si consideramos deseable que nosotros mismos caminemos nuestra propia historia y pensemos nuestros propios pensamientos. Adentrarnos en estas ideologías y permitir que ellas se adentren en nosotros es acreditarlas como ideologías dominantes.

Estas ideologías no son sólo posibles por la sólida base material que poseen. También lo son porque están ancladas en la misma forma de pensamiento de la que emana el mundo como imagen y a la cual pertenecemos hasta hoy.

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Este artículo, por lo tanto, pretende establecer, en la medida de lo posible, una base sobre la cual se pueda reflexionar y recordar acerca de nuestros orígenes como cultura y como civilización. Caminar nuestra propia historia significa saber a dónde queremos encaminarla. También saber la historia que hemos caminado. Si esto lo sabemos, sabremos asimismo en dónde estamos, a dónde vamos y si queremos seguir este camino.

Pertenecer a la civilización occidental no significa permanecer ante lo evitable como si fuera inevitable. No implica tener que dejarnos avasallar por otras culturas de nuestra civilización.

Saber de los orígenes de nuestro pensamiento permite deshacer la tradición endurecida, como señaló Heidegger, y abrir las fronteras del horizonte a todo lo posible. Romper con esta tradición implica el doble ejercicio de criticar y conocer. La “crítica”, así entendida, es la pregunta por lo establecido, la posibilidad de salvación de la comodidad parasitaria de aceptar lo dado.2 La crítica puede ser orientada hacia diferentes ámbitos, pero la crítica requiere la premisa del conocimiento.

Y es en este sentido que el artículo tiene diferentes propósitos. Pretende dar a conocer y recordar; invita a reflexionarnos como cultura y como civilización; desea mostrar parte del proceso de gestación que permite a las ideologías ser dominantes o hegemónicas pero que, al mismo tiempo y en la inevitable referencia a la otredad para la construcción del sí mismo, es un proceso por el cual llegamos a ser lo que somos.

La gestación del nuevo modo de pensar moderno coincide con el doble proceso histórico de dominación europea y resistencia de nuestras raíces no occidentales. Este doble proceso de resistencia y dominación se inscribe en nosotros mismos y, no por casualidad, coincide con la época de la imagen del mundo.

Esta afirmación, de la cual parto, permite suscribir la división del artículo de la siguiente manera. Primero se explica la perspectiva filosófica inicial para poder afirmar lo anterior; posteriormente, se consideran los elementos fundamentales de cada siglo en función del doble proceso histórico ya aludido, por un lado y, por el otro, se ofrece una mirada al advenimiento del nuevo modo de pensar en Occidente que funda originariamente la imagen del mundo. Ambos lados se constituyen como la génesis de la modernidad.

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Por las características propias del proceso de nacimiento del mundo, que ocurrió en los siglos XVI al XVIII, el artículo, entonces, recurre a los ámbitos teológicofilosófico y político-histórico como los privilegiados para esta reflexión.

El criterio metafísico de periodización histórica

Parecería que el presente tema, que trata de la historia, la política y la teología de tres siglos relativamente alejados del nuestro, nos obliga a hablar de un mundo distinto del de hoy, de algo lejano y distante, además de vasto.

Ciertamente no es posible más que delinear trazos fundamentales y arbitrarios en una amplitud de tres siglos. Sin embargo, decir que se habla de un mundo distinto del nuestro es, a todas luces, falso.

Y aunque con esta afirmación podría parecer que en lo subsecuente señalaré que aquél no es un pasado muerto, que para entender nuestro mundo es necesario realizar una genealogía de la modernidad, que tal genealogía puede partir sin lugar a dudas de tales siglos, etc., a lo que me refiero es a otra cosa —aunque un texto histórico, por su propia naturaleza, tienda a enfatizar continuidades, más cuando se trata de justificar la importancia presente de siglos pasados—. Más precisamente a aquello que Heidegger categorizó con el término “imagen del mundo”.3

La suposición de que el mundo de los siglos XVI, XVII y XVIII fue diferente del mundo de los siglos XX y XXI es falsa en un sentido fundamental. De entrada se parte de la idea de que en los primeros puede hablarse de un mundo concebido imaginariamente. Esto no es así. No hay tránsito de una “imagen medieval” del mundo a una “imagen moderna”, sino como nos ha indicado Heidegger,4 lo que hay es una constitución del mundo en imagen. La constitución del mundo en imagen, del mundo como mundo, es característica de la época que hoy vivimos, la época moderna. A su vez, dicha constitución sólo ha podido ser en virtud del advenimiento de un nuevo modo de pensar. Este pensamiento, que implica la construcción de un sujeto y un objeto en un terreno gnoseológico nos llevará de manera pronta a la construcción de un sujeto moral, tan característico en la modernidad.

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La sustitución de la doctrina medieval por la teoría moderna no es sino la expresión del arribo del pensamiento obstántico5 que posibilitará fundar un nuevo proyecto de verdad, y por ende de ciencia, en un tiempo que tendrá nuevas características en su definición como “época”.

Pero si no es posible hablar de mundo alguno en estos siglos, ¿de qué hablamos cuando nos referimos a ellos? Pues de aquella referencia que mienta una gestación, la gestación lenta de la modernidad, de esa “imagen del mundo” que hoy poseemos y que nos parece tan natural que llegamos a atribuirla como consustancial al pensamiento de los antiguos y los medievales. En este sentido sí podemos dar por sentado que los siglos XVI, XVII y XVIII son siglos transitorios de aquel giro que se inició en Europa en el siglo XV, y acaso antes. Porque, ¿de qué historia se podría hablar si no es de la historia de un ente en particular, de un “algo”? Podría hablarse de la historia del ser, en todo caso, pero resulta que hablar de la propia historia del ser nos conduciría a hablar de una historia entitativa, aun cuando ésta sea sólo una mera referencia para aludir al olvido del ser por la historia y el pensamiento.

¿Cabría preguntarme cuál sería el lugar del mundo en donde podría hablarse de política e historia en los siglos XVI, XVII y XVIII?6 Porque durante estos siglos es característico que en cualquier región en la Tierra se comience a asentar una “imagen del mundo” sobre la base de una transición en el pensar y en los propios acontecimientos históricos que, ocurran donde ocurran, comienzan a fraguarse como “mundiales”.

El advenimiento de una época como tal ha sido reseñado desde la perspectiva heideggeriana como aquella determinación histórica que implica una postura meta- física. Los elementos que configuran una postura metafísica siempre de forma inseparable son: el modo y la manera en que el hombre es hombre; la interpretación esencial del ser de lo existente; el proyecto esencial de la verdad, del cual se desprende su ciencia y el cual se funda en un modo del pensar; y el sentido en virtud del cual el hombre es medida.7

Cuando se habla de los siglos XVI, XVII y XVIII se habla del advenimiento de una postura metafísica moderna en detrimento de una postura metafísica medieval. Y cuando hablamos de época medieval nos referimos a una época de la historia euro-Page 316pea que, conforme a su desenvolvimiento...

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