La muerte de Germán de Campo

AutorAndrés Henestrosa
Páginas245-246
den no deben, vivir olvidados de los grandes hechos de su historia, y hay que
ejercitarlos cotidianamente en la devoción del sentido heroico de la vida. Hon-
rar a los héroes, a los grandes ciudadanos, suele promover en el alma de los
hombres, la sana decisión de emularlos. O como lo dijo más o menos Altami-
rano: Mantener viva en el espíritu de los pueblos la memoria de los hombres
a quienes deben su libertad es un deber de patriotismo y de gratitud para los
ciudadanos, y una necesidad política para los gobiernos. Y no hay que olvidar
que debemos tanto a Hidalgo y a Morelos la patria en que vivimos libres, como
la debemos a González Bocanegra y a Nunó, autores del Himno Nacional en
que México escucha su voz más entrañable, más vieja y más nueva al mismo
tiempo, que viniendo de lo más lejano vivirá lo que el tiempo viva.
19 de septiembre de 1954
La muerte de Germán de Campo
Quiero contar ahora algo que ocurrió cuando mataron a Germán de Campo,
tal como lo recuerdo, sin duda modificado por el tiempo, sin duda despojado
del temblor de la primera hora, sino con esa suerte de olvido que van dando
los años. Germán cayó cerca del Jardín de San Fernando, una nochecita del
mes de septiembre del año 1929. Veníamos a su lado Mauricio Magdaleno,
Manuel Moreno Sánchez, Vicente, el poeta hermano de Mauricio, y yo. A la
confusión que siguió al asalto sobrevino un grito de maldición y blasfemia.
Nos reincorporamos y lejos de huir, realizamos el mitin que nos habíamos
propuesto, justamente en aquel jardín. Manuel García Rodríguez, un noble
y bravo muchachote de Sinaloa, desde lo alto de un bote de basura, condenó
ahí mismo aquel crimen sombrío, llamando por su nombre a los supuestos
asesinos. Enrique Guerrero, que venía de Morelia, aunque había nacido en
Toxquillo, abordó el automóvil del Presidente Portes Gil que acertó a pasar
en aquellos momentos por la Avenida Hidalgo, y a gritos clamaba y reclamaba
justicia del mandatario. Cuando el mitin terminó, un grupo de nosotros se
dirigió a pie, corriendo casi, a la casa de la señora Antonieta Rivas Mercado, en
el triángulo que formaban las calles de Monterrey, Insurgentes y la entonces
de Jalisco y ahora de Álvaro Obregón. Ahí pasamos un largo rato, comentando
el crimen, tranquilizándonos con un trago de coñac. Cerca de las once de la
AÑO 1954
ALACE NA DE MINUCI AS 245

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