La luz del alfabeto

AutorAndrés Henestrosa
Páginas178-179
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ANDRÉS HEN ESTROS A
antiguos de México y de otras partes del mundo, a quienes la mentalidad blan-
ca, engreída en sus valoraciones, se recrea en llamar bárbaros, en un olvido de
que todo aquello que nos es ajeno, es barbarie. Y no hay tal. Estos pueblos no
sólo crearon cosas peregrinas, en el sentido de extrañeza, sino que alcanzaron a
tocar con la inteligencia y la sensibilidad, el rostro de los dioses que se supone lo
más excelso que el hombre puede soñar, imaginar y realizar. La mujer que da a
luz, o Cihualpipitzin, está para proclamarlo.
25 de octubre de 1953
La luz del alfabeto
Se llamaba Rosa Escudero, pero el pueblo sólo la conocía con el nombre de
Doña Rosa. Era alta, gruesa, vestida siempre a la usanza regional, peinada en
dos trenzas anudadas sobre la frente que ninguna tristeza llegó a marchitar.
Completaba su indumentaria el pañolón de seda que pendía sobre sus hom-
bros. Nunca, ni en los días de mayor penalidad, que Juchitán siempre los tuvo
en medio de sus fiestas estruendosas, se le vio hacer a la realidad ninguna de
las pequeñas concesiones a la que los hombres suelen recurrir para atenuar sus
rigores, o para ponerse a tono con ella. Por el contrario, en mantenerse fiel a
sus hábitos encontró Doña Rosa una manera más de enseñar, de señalar a sus
alumnas la virtud de las acciones cotidianas. L a escuela que tenía instalada
en su propia casa, con ser tan minúscula, tenía en la geografía pueblerina una
importancia que ahora supongo enorme; era como el punto al que convergían
las miradas y la atención de todas aquellas familias en que había una niña
en edad escolar. ¿Quién pudo pasar frente a su casita sin volver los ojos a su
puerta y ver desde la calle aquel grupo de niñas, muy pulcras, muy atentas al
puntero que Doña Rosa esgrimía, igual que una batuta de director? ¿Quién
no detuvo el paso para oír el coro de niñas que dócil a las indicaciones de la
maestra repetían la lección, en un gorjeo que se dijera de aves en libertad más
que presas? No era mucho lo que Doña Rosa debió saber, si se recuerda que
no hizo otra escuela que la primaria, y en días aciagos para nuestro país: pos-
trimerías del siglo pasado, en un pueblo lejano y solo. Pero para lo que nuestro
pueblo ignora, es tan buena la sabiduría como el medio saber. Y eso era lo que
Doña Rosa sabía. Nunca se propuso otra cosa que enseñar a leer, a contar, a re-

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