Justo Sierra a solas

AutorDaniel Cosío Villegas
Páginas27-46
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Andan rodando por la calle voces extrañas acerca de esta recordación
centenaria que ahora hacemos.* Nacen del temor atendible de que
reverdezcan viejas polémicas y de que se les dé un sentido de actua-
lidad; pero frenan el libre discurrir de la gente y presentan una inter-
pretación del liberalismo que dicta conveniencias transitorias y quizá
imaginarias.
Una de esas voces, acogida ya por el público como oficial, trina
que sólo puede admirarse a Juárez con una buena dosis de jacobinis-
mo, o que apenas puede admirarlo el liberal jacobino. Esto, política-
mente hablando, equivale a una autorización para borrar a Juárez de
la brevísima lista de héroes nacionales sin comprometer con ello la
rectitud patriótica de quien lo haga; y equivale también a una piado-
sa condescendencia para que el descarriado jacobino siga adorándolo
a título de manía personal. Históricamente hablando, significa que
apenas puede admirársele de un modo irracional ahistórico o, para
usar el lenguaje brutal de Bulnes, que Juárez es una de las grandes
mentiras de nuestra historia.
Otra de las voces que van y vienen por las calles suena menos des-
templada, pero desafina tanto como la primera. Quien la modula se
hace pasar por partidario suyo, y justamente para protegerlo, propo-
ne un plan. Canta esta voz que Juárez no es, ni ha podido ser, un ver-
dadero héroe popular porque la Iglesia católica lo ha presentado avie-
I. Justo Sierra a solas
* La primera edición de este libro terminó de imprimirse el 5 de febrero de 1957.
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samente como ateo o, por lo menos, como anticlerical. En conse-
cuencia, hay que jugar contra la Iglesia católica de un modo también
siniestro, y vestirlo como hombre tolerante, y religioso hasta el arro-
bamiento en el fondo de su corazón. Políticamente quiere decirse que
no hay que usar a Juárez para combatir a la Iglesia católica, primero,
porque ésta ha vuelto a ser intocable, y segundo, porque quien la toca,
pierde, como ha perdido el gran Juárez su sitial heroico. Históricamen-
te significa algo muy serio, pues se cree que la maleabilidad “natural”
de la historia permite desleír el púrpura encendido con que hasta
ahora estaba tocado un personaje para repintarlo con el suave azul
celeste.
En fin, una tercera voz se ha escuchado también, y no por que-
brada deja de ser sentenciosa. Concierta con gran aplomo que la
Reforma no fue tan sólo un movimiento anticlerical, sino muchas
otras cosas, más importantes y duraderas que una fobia irracional
cualquiera. Políticamente se exige que en este centenario se recuerde
lo importante y lo duradero y que se pase por alto lo epidérmico y
fugaz, es decir, lo anticlerical. Históricamente, se sugiere que la his-
toria puede a su arbitrio llevar al primer plano las cosas que estaban
en el quinto, situar las del primero en el último, o escamotearlas de
una vez, como en los actos de encantamiento o prestidigitación.
La historia debería poner todo esto en su punto, pues tal es su función
y tiene los medios para hacerlo; desgraciadamente, nuestros historia-
dores se han desinteresado hace tiempo del tema de la Reforma, y de
ahí que su centenario nos sorprenda viviendo de ideas y sentimientos,
de libros y de estudios viejos.
El Congreso Constituyente de 1856 y su obra, la Constitución del
año siguiente, han tenido pocos apologistas a cambio de numerosos
críticos. Los más de éstos fueron, y lo son, la Iglesia católica y el par-
tido conservador. No sólo antes de su redacción y durante ella; no sólo
cuando su aplicación era cotidiana durante la República Restaurada,
sino mucho después, cuando, consolidado el Porfiriato, la Consti-

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