José Manuel Valverde Garcés

AutorEnrique Krauze
Páginas71-71

Page 71

Escribía México con J. Un retrato de Hernán Cortés presidía su sala de juntas. Pensaba que México (perdón, Méjico) nació en 1521 y se consolidó como una cultura y una identidad en el Virreinato. No guardaba reverencia por Hidalgo y Morelos pero sí por Iturbide, de quien había leído toda la bibliografía imaginable. Nada lo indignaba más que la invasión yanqui de 1847. Le vi llorar de rabia narrando la bravura de los pobres soldados mexicanos —hambrientos, mal armados, cansados tras una jornada de días— luchando en la Batalla de la Angostura: “Pudimos haberla ganado de no haber sido por la incomprensible retirada que ordenó el bribón de Santa Anna”. Me regaló un gran mapa en el que se apreciaba en detalle el robo de la mitad del territorio. No quería a Juárez y le repugnaba la piqueta de la Reforma. No era porirista, pero su despacho era una casa de estilo poririano (construida en tiempos de Madero) en la colonia Roma. Le divirtió aparecer en la película Huérfanos en el papel de un gobernador porirista que echaba pestes contra Melchor Ocampo.

Sin ser un nostálgico del Segundo Imperio, era la viva imagen de Maximiliano: los mismos ojos claros, la tez blanca, y sobre todo la barba rubia, partida en dos mitades simétricas, cuidadosamente peinadas, rizadas. Un Maximiliano civil que ejerció por más de medio siglo, con profesionalismo y rectitud, la abogacía. Vestido siempre con su impecable traje de tres piezas, leontina en vez de reloj de pulso, solía saludar a las damas quitándose el sombrero, con una reverencia y un beso en la mano. Un criollo de fina estampa. Mi amigo José Manuel Valverde Garcés.

Lo conocí en la primavera de 1976, en las circunstancias menos propicias. Por esos años estaba yo a cargo de unas empresas familiares que atravesaban por tiempos difíciles. De pronto, al llegar a la fábrica, advertí que un señor muy elegante ordenaba a unos muchachos fornidos el remolque de una máquina impresora. Era José Manuel, representante de la compañía papelera que había decidido embargarnos. Le rogué que me diera tiempo. Propuso concederme un par de días y acto seguido me pidió felicitar a “don Enrique”, mi padre, por la reciente publicación de un libro que le había gustado: Caudillos culturales en la Revolución mexicana. “Mi padre se llama Moisés y no es historiador. El autor soy yo”, le dije, deseando que se apiadara de mí y me concediera una prórroga más amplia. Aceptó, por supuesto. Saldamos la cuenta. Y a partir de entonces, José...

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR