John Rawls versus John Pocock: Justicia frente a “buen gobierno”

AutorDr. Eloy García López
CargoProfesor de la Universidad Alfonso X el Sabio, en Madrid, España
Páginas39-53

    Este texto resume tres conferencias impartidas en el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, Campus Ciudad de México, en abril de 2002, gracias a la amable invitación del doctor Emilio Rabasa Gamboa, y anticipa de algún modo las ideas que se recogen en el estudio que precederá a la traducción española del libro El Momento Maquiavélico de John Pocock, de inmediata publicación en la editorial Tecnos, Madrid, 2002.

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I Introducción: “civis romanus sun”. Poder o ciudadanía: la crisis de la Política como ideología

Hace casi dos mil años en Jerusalén, un hombre llamado Pablo de Tarso que había sido arrestado por escandalizar al pueblo, fue atado con correas para ser flagelado y torturado a fin de que confesara su delito. Pablo que en el camino a Damasco había dejado, junto a su nombre judío de Saulo, la religión de sus mayores para abrazar una fe que hacía de la humildad la primera de las virtudes, no dudó en espetar con orgullo al procurador de Roma: “civis romanus sun”soy ciudadano romano-1 . Y es que a pesar de ser cristiano, a pesar de profesar una fe que veía en la tortura y en la muerte en la cruz, un signo de redención de la humanidad, Pablo de Tarso –nuestro san Pablo- no quiso, o no pudo, renunciar al orgullo de proclamarse ciudadano de Roma y a lo que ello significaba.

Ser ciudadano romano comportaba –incluso en la tardía época de los primeros años de Cristo en que los Césares habían despojado al Senatus et Populusque Romanus de sus viejas atribuciones de imperio- una prolija relación de derechos y deberes políticos, fiscales y militares, como el de no ser sometido a tortura, el de participar en los comicios, el de recorrer el cursus honorum que conducía a las más importantes magistraturas y al Senado. Ser ciudadano romano implicaba, ante todo, formar parte de una comunidad política –la civitas- en la que el hombre ejercía en primera persona los derechos inherentes a ese poder que hoy llamamos soberanía2 .

Veinte siglos más tarde en Berlín, ante el muro que dividía el muro en dos, un presidente de los Estados Unidos, John Fitzgerald Kennedy, acudía a las palabras de Pablo de Tarso para expresar el orgullo de pertenecer al mundo libre, de ser ciudadano de una Democracia Constitucional:

Hace dos mil años el mayor orgullo para un hombre era decir: civis romanus sun. Hoy en el mundo de la libertad el mayor orgullo de un hombre es poder decir: Ich bin ein berliner (Yo soy un berlinés). Hay mucha gente en el mundo que no comprende –o que dice no comprender- cuál es el gran problema que divide al mundo libre del mundo comunista. ¡Que vengan a Berlín!. Hay algunos que dicen que el comunismo representa el camino al futuro. ¡Que vengan a Berlín!. Y hay otros pocos, en Europa y en otras partes, que dicen que es verdad que el comunismo resulta un sistema malvado pero que permite realizar el progreso económico.¡Lass sie nach Berlin kommen! (¡Dejarles venir a Berlín!): la libertad tiene muchas dificultades y la democracia no es perfecta, pero nosotros no hemos tenido que erigir un muro para encerrar dentro a nuestra gente e impedirla marcharse... Cuando todos seamos libres podremos mirar el día en que esta ciudad resulte reunificada -y con ella, todo el país y todo el continente Europeo- en un mundo pacífico y rico en esperanza. Cuando ese día llegue -y llegará- la población de Berlín podrá tener un motivo de satisfacción en el hecho de haber estado en primera línea del frente durante varias décadas.

Treinta y cinco años después, el muro que separaba al mundo libre del mundo comunista se derrumbaba como un azucarillo para permitir la extensión a todos los confines de la tierra de los postulados del Constitucionalismo: las ideas de Constitución, derechos del hombre, legalidad y juridicidad del poder, representación, partidos y elecciones libre. El día anunciado por el presidente Kennedy había llegado ya, y, sin embargo, la recién adquirida libertad y la condición de ciudadano libre, no parecía traer a los hombres la paz con justicia y el orgullo prometidos. Incluso en la patria de la libertad, en las Democracias Constitucionales, comenzaba a evidenciarsePage 41 una creciente degradación en los valores, en las normas, en las instituciones, en lo político y en lo jurídico, una degradación que carecía de cobertura, que no encontraba justificación, en la dialéctica de contrarios que hasta hacía poco había dividido el mundo en dos.

Y es que contrariamente a lo que apuntaban las apariencias, las piedras que en su caída desprendía el muro de Berlín habían golpeado a los dos lados del “telón de acero” y no sólo a uno. Era la corroboración del acierto de la tesis que durante años fuera hipótesis de trabajo de Henry Lefevbre: desde el triunfo de Stalin en la Unión Soviética, mundo capitalista y mundo socialista constituían el adverso y el reverso de una sola moneda, de un sólo discurso histórico perfectamente trabado en torno a un hilo conductor común. La crisis del Estado socialista se revelaba así también, la crisis de su rival el Estado Constitucional Democrático. Una crisis que como recordará con una agudeza -no exenta de gracejo- Idro Montanelli –“Votaré a la democracia cristiana aunque tenga que taparme la nariz para no oler los hedores que despide la urna porque quiero evitar el triunfo del comunismo”-, durante todo aquel tiempo a duras penas se había mantenido oculta tras el ejemplo negativo que representaba el bloque del Este.

En ese sentido resulta evidente que en los últimos años los signos de crisis en el mundo constitucional no han hecho sino multiplicarse. La pérdida de referentes y de significación en los discursos que lleva al debate público a la vacuidad3 , la confiscación del aparato institucional del Estado y de su potestas por una clase política que opera siguiendo una lógica ajena a la idea democrática4 , el rotundo fracaso de la representación política y la probada ineficacia de los mecanismos de responsabilidad5 , la progresiva esclerosis de toda una serie de instrumentos de sociabilidad política como partidos y sindicatos6 , y, en general, el debilitamiento de la iniciativa social en una forma política que pa-Page 42radójicamente se define como Government by society (Estado de la sociedad)7 , la paulatina transformación de la judicatura en un poder y la creciente preponderancia de unos poderes privados que hacen inoperantes tanto los tradicionales sistemas de protección jurisdiccional como el ordenamiento jurídico8 , la evidente desvirtuación de unas libertades individuales que están dejando de ser postulados morales destinados a garantizar la autodeterminación humana para convertirse en medios instrumentales del tráfico mercantil9 ... son síntomas ciertos del preocupante décalage entre teoría y praxis que de tiempo atrás viene atacando a la “Democracia de los Modernos” y que hace que la distancia que media entre cómo es realmente el vivere político y cómo debiera ser a juzgar por los postulados de principio que inspiran sus valores, reglas e instituciones, empiece a adquirir un calado tal que –como dijera Maquiavelo- “aquél que deja lo que hace por lo que debiera hacer, corra a la ruina en lugar de beneficiarse”.

Para ponderar adecuadamente lo que está sucediendo en el Estado Constitucional conviene tomar como parámetro de referencia lo acaecido recientemente al otro lado del muro en el modelo de legitimidad rival: la legitimidad socialista que había servido de soporte y de enmascaramiento a los factores de crisis del mundo occidental. A este respecto se ha dicho ya que la crisis de los Estados socialistas representa un supuesto típico de crisis de un modelo de legitimidad que desaparece víctima de la impostura10 , y, en cierto modo, otro tanto de lo mismo está ocurriendo en las Democracias Constitucionales de este lado del muro, sólo que a diferencia de las naciones del Este, en el mundo constitucional el principio democrático permanece toda-Page 43vía vivo, la sustancia de su fórmula de legitimidad resulta aún suficientemente creíble para los gobernados que continúan creyendo que el gobierno del pueblo por el pueblo y con el pueblo es la mejor o –en el peor de los casos- la menos mala de todas las formas de gobierno posibles11 .

No es pues, que el ideario democrático se encuentre teóricamente cuestionado, no se trata de que su principio constitutivo esté siendo negado, no es que –por mucho que subsistan desafíos no despreciables- existan fórmulas alternativas rivales que como los bárbaros del poeta acechen a las puertas de la Ciudad para destruirla, es más bien que tras la desaparición de las ideologías, en el Estado Constitucional la lógica del poder ha desplazado, e incluso, ha llegado a sustituir por completo, a la lógica de la política: la dialéctica del poder –la política concebida en sentido weberiano de lucha por el liderazgo, la dominación y la consecución de un séquito- ha remplazado a la dialéctica de la política, a las ideas entendidas como instrumento de transformación desde la razón y la ilusión utópica de una realidad construida en la convivencia colectiva12 . Y es que sin ideología el Estado Constitucional-representativo fundado en la confrontación política de los partidos, se ve privado de toda su sustancia y reducido a una mera estructura formal de poder destinada a imponer una voluntad a los gobernados.

El poder se define, dicho sea en pocas palabras, como la capacidad de imponer la propia voluntad, bien...

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