La interrogación de lo político: Claude Lefort y el dispositivo simbólico de la democracia

AutorSergio Ortiz Leroux
CargoProfesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales y de la Escuela Nacional de Trabajo Social de la UNAM
Páginas79-117

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La democracia es el régimen del riesgo histórico -otra manera de decir que es el régimen de la libertad- y un régimen trágico.

CORNELIUS CASTORIADIS Page 80

Introducción

Cualquier pensamiento sobre la esfera de lo político adquiere visibilidad y consistencia en el momento en el que lo sometemos a la prueba de los acontecimientos. Sin el anclaje de la experiencia humana, caeríamos en la ilusión de la existencia de una lógica independiente de las ideas o de un saber puro que guarda íntimamente los secretos de su propia creación y reproducción. El filósofo francés Claude Lefort se niega a caer en la tentación de crear ideas refractarias a los acontecimientos de su tiempo. Su pensamiento nunca queda sellado ni vacunado contra aquellos sucesos que carecen de precedentes. Ante la emergencia de lo nuevo, Lefort se somete a una experiencia singular que no deja de asombrarnos: la de pensar sin red, es decir, sin pensamientos fijos y acabados. Desde el vértigo que provoca la sensación del vacío, el filósofo francés piensa la experiencia sociopolítica que marcó el siglo XX: el totalitarismo. El auge de esa nueva forma de sociedad tanto en su vertiente fascista como en su variante comunista nos coloca, según Lefort, en la necesidad de volver a interrogar lo político, en este caso, la democracia. Preguntar por la democracia implica "elucidar los principios generadores de un tipo de sociedad en virtud de los cuales ésta puede relacionarse consigo misma de una manera singular a través de sus divisiones y también [...] desplegarse históricamente de una manera singular" (Lefort, 1990: 188).

Quienes piensen que todo lo que suene a democracia ya fue alguna vez dicho o implorado están equivocados. El sentido de la democracia requiere permanecer abierto a un debate por principio interminable, en el cual nadie puede asumirse como el depositario o el centinela de la última palabra. Aquel que intente ponerle un punto final a ese debate estará invocando los fantasmas que acaban por anular la libertad en favor de la servidumbre. Preguntar hoy por el significado de la cuestión democrática no es una tarea obtusa ni inútil ni tampoco una manía propia de especialistas o románticos trasnochados. Nuestro tiempo, sin duda alguna, es el tiempo de la democracia. Gobiernos, partidos y organizaciones políticas y sociales se definen y asumen públicamente como demócratas, construyen su ideario y discurso alrededor de los princi- Page 81 pios de la democracia, se deslindan o toman distancia de quienes profanan los ideales y valores democráticos, diseñan sus mecanismos internos de toma de decisión apelando al espíritu de la democracia y justifican sus acciones u omisiones en nombre del también llamado gobierno popular. Pocos, realmente pocos son los aparatos de gestión y socialización públicas que no acuden al expediente democrático para legitimarse frente a los suyos y los otros. Palabras como participación, representación, soberanía popular, sufragio universal, referéndum, plebiscito, ciudadanía, derechos humanos, publicidad, tolerancia, etcétera, han adquirido carta de naturalidad en el vocabulario político contemporáneo y forman parte del imaginario colectivo.

Sin embargo la discusión teórico-política en boga sobre la democracia no ha puesto suficiente atención en su significado político. Es más, la mayoría de las veces se le ha esfumado. El debate teórico-filosófico contemporáneo ha estado dominado, entre otros, por las teorías elitistas1 y pluralistas2 de la democracia, por las disciplinas que estudian las democracias,3 por las teorías que recuperan la tradición clásica o moderna,4 y, en el terreno normativo, por los enfoques liberales,5 Page 82 participativos6 y, en el mejor de los casos, deliberativos7 de la democracia.8

Como señalamos más arriba, este conjunto de teorías democráticas no se han detenido a descifrar el significado simbólico de la democracia, vale decir, su sentido político. Por el contrario, la teoría política de la democracia se ha centrado fundamentalmente en el análisis empírico de sus bases institucionales o prácticas. Importantes, ciertamente, pero a todas luces insuficientes para construir una teoría que esté a la altura de los desafíos de nuestro tiempo.

La obra de Lefort ha contribuido, en alguna medida, a llenar este vacío teórico. En efecto, en Lefort la democracia tiene un sentido instituyente que no se agota en lo instituido. Dicho sentido sólo puede ser rastreado a la luz del contraste de la sociedad democrática con la sociedad totalitaria.

Ante el telón de fondo del totalitarismo [la democracia] adquiere un nuevo relieve, y resulta evidente la imposibilidad de reducirla a un sistema de instituciones. Aparece a su vez como una forma de sociedad: y se impone la tarea de comprender aquello que constituye su singularidad, y lo que se presta a ser derribado, con el surgimiento de la sociedad totalitaria. (Lefort, 1991: 22-23; cursivas mías).

En la óptica que nos abre Lefort, la democracia no puede ser reducida a una forma de gobierno o de Estado o a un mecanismo para la toma de Page 83 decisiones por parte de la mayoría de los ciudadanos,9 sino es, ante todo, una forma de sociedad, es decir, un tipo de constitución y un modo de vida radicalmente opuestos a la sociedad totalitaria. Con el fin de sentar las bases de su teoría sobre el dispositivo simbólico de la sociedad democrática, Lefort comienza un diálogo crítico con la obra de Alexis de Tocqueville (1805-1859), donde encuentra un momento original de la tradición democrática. A diferencia de la mayoría de sus contemporáneos, en Tocqueville la democracia no es una forma de gobierno, sino es ya una forma de sociedad que surge de las cenizas de la sociedad aristocrática. Dicho modelo de sociedad cuenta con virtudes pero también con contradicciones que Lefort no dejará pasar de largo. Con y contra Tocqueville, Lefort construirá su teoría de la democracia moderna, la cual tiene -por cierto- uno de sus momentos estelares en la concepción de los derechos humanos como derechos políticos.

La sociedad democrática: con y contra tocqueville

Tocqueville es un autor singular. Como todo gran pensador, nos instruye más por sus contradicciones, por su invitación al trabajo de la reflexión, por sus múltiples preguntas sin respuesta, que por sus conclusiones. Su prolífica obra no se detiene en el inventario de aquellos elementos empíricos con los que aparenta encontrarse en su camino, sino que se dirige, según Claude Lefort, hacia las entrañas de la sociedad con el fin de practicar una especie de exploración de la carne de lo social. A esa carne le hace varios cortes como si se tratara de un medio vivo, es decir, Page 84 de un medio diferenciado que se desarrolla sometido a la prueba de su división interna.

Tocqueville somete a sus lectores a una experiencia sin parangón: la de descifrar la aventura de la democracia moderna a partir de su origen. De ahí que no sean fácilmente equiparables, como expresa Tocqueville en su monumental obra La democracia en América (1835), la democracia apacible de Estados Unidos con la democracia salvaje de Francia. La primera posee una maravillosa combinación del "espíritu de la religión" y del "espíritu de la libertad", de la que carece cruelmente la segunda. La primera presenta el fenómeno democrático en estado puro; en la segunda, la democracia derribó todo lo que se encontraba a su paso y avanzó en medio de desórdenes. En Norteamérica, el origen de la nación coincide con la democracia; en Francia es difícil discernir entre lo que pertenece a la esencia de la democracia y lo imputable a los desórdenes resultantes de la destrucción del Antiguo Régimen, es decir, a los efectos de la Revolución.

Para Tocqueville, la igualdad de condiciones era el principio de la revolución democrática. Este era el hecho generador del que se deducían todos los demás. Por ello, se aplicó a detectar en la historia empírica las condiciones y el progreso de esa igualdad tanto en la Revolución norteamericana como en la francesa. Ciertamente, el pensador francés estaba atento a la transformación del poder fruto de la revolución, pero la registraba también en el nivel de los hechos, apuntando que la monarquía se había preocupado por rebajar a la aristocracia y en promover a la burguesía para incrementar su propio poder. La acción de nivelación del poder del Estado aceleraba, entonces, el proceso de igualación de condiciones, al mismo tiempo que encontraba en él la condición de su éxito.

Sin embargo, Lefort no comparte el diagnóstico de Tocqueville sobre el origen de la democracia moderna, sobre todo su idea de la igualdad de condiciones como "hecho generador del que se deducen todos los demás". Para Lefort, la revolución democrática no tiene su germen en las múltiples consecuencias que provoca la igualdad de condiciones,10 Page 85 sino es el resultado de una gran mutación histórica, a pesar de que sus premisas fueron asentadas hace mucho tiempo, y de una mutación de orden simbólico que puede registrarse en diversas direcciones:

Si bien [Tocqueville] busca el principio generador de la democracia en el estado social -la igualdad de las condiciones-, explora los cambios en todas direcciones, se interesa por los nexos sociales y las instituciones políticas, por el individuo, los mecanismos de la opinión, las formas de la sensibilidad y las formas del conocimiento, la religión, el derecho, la lengua, la literatura, la historia, etcétera. (Lefort, 1991: 23)

Lefort toma distancia de Tocqueville, para concentrarse en la exploración que el político francés hace sobre la carne de la sociedad democrática. La primera virtud de la aventura democrática radica, según Tocqueville, no en su capacidad para facilitar la selección...

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