Los enemigos del gobierno

AutorDaniel Cosío Villegas
Páginas75-90
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Rabasa, en una serie de brillantísimos capítulos, pinta persuasivamen-
te los negros antecedentes que pesaron como lastre inconmovible so-
bre el Constituyente, y no todos los factores negativos propios ya de
éste o de su época. En cuanto al desprestigio de la ley escrita dice:
En los veinticinco años que corren de 1822 adelante, la nación mexi-
cana tuvo siete congresos constituyentes que produjeron como obra
una Acta Constitutiva, tres Constituciones y una Acta de Reformas
y, como consecuencia, dos golpes de Estado, varios cuartelazos en
nombre de la soberanía popular, muchos planes revolucionarios, mul-
titud de asonadas e infinidad de protestas, peticiones, manifiestos,
declaraciones y de cuanto el ingenio descontentadizo ha podido in-
ventar para mover el desorden y encender los ánimos. Y a esta porfía
de la revuelta y el desprestigio de las leyes, en que los gobiernos so-
lían ser más activos que la soldadesca y las facciones, y en que el
pueblo no era sino materia disponible, llevaron aquéllos el contin-
gente más poderoso para aniquilar la fe de la nación con la disolu-
ción de dos congresos legítimos y la consagración como constituyen-
tes de tres asambleas sin poderes ni apariencia de legitimidad.
Este proceso penosísimo de un país recién nacido que busca mol-
des constitucionales en qué vaciar su vida, sin que aparentemente
nada lo favorezca o pueda favorecerlo, se inicia, en realidad, el día
mismo del alumbramiento nacional, o si se quiere, antes: cuando en
IV. Los enemigos del gobierno
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1822 se reúne el primer Congreso encargado de constituir a México
en una monarquía moderada a cuyo frente iba a estar un príncipe
español, el populacho proclama emperador a Iturbide y el Congreso
acepta la imposición; pero cuando éste pretende recobrar su libertad
perdida, Iturbide lo disuelve. Para Rabasa, ése resultó un antecedente
fatal, pues “la idea democrática fue así destruida en su germen; la fe
en los principios que la alimentan vaciló desde entonces”.
Cuando se llega a la Constitución de 1824, con su gran novedad
federalista, “la ley fundamental, asendereada por todos, no tenía auto-
ridad ni ascendiente; los Estados no sentían la cohesión federal, la
política se fraguaba en los conventos y los principios fundamentales y
las libertades públicas se discutían en los cuarteles”.
Una de las fuerzas que más se empeñaron en estorbar la Consti-
tución del país, sin importarle mayormente la forma que al final
pudiera tener, fue la Iglesia y el clero católicos. Rabasa explica muy
agudamente la situación: por un lado, el hecho mismo de que la auto-
ridad civil, lejos de alcanzar la integración, se hundiera más y más en
una estéril anarquía, robusteció, por contraste, la autoridad eclesiás-
tica, secular, compacta y desaprensiva; por otro lado, la Iglesia sintió
el peligro que a la larga traería para ella la organización constitucio-
nal del país, pues si bien era cierto que ésta no lograba definirse y
menos arraigar, de cada uno de los intentos fallidos nacía una idea
“nueva”, síntoma de que el país acabaría por madurar en forma radi-
cal. Por eso combatió la organización constitucional usando todas las
armas, las buenas y las malas, las cristianas y las heréticas. Y una de
las favoritas y más eficaces fue —dice Rabasa— la de “presentar como
incompatibles el catolicismo y el liberalismo, para hacer inseparables
el sentimiento religioso y la filiación política”.
Así, la Iglesia forzó, impuso un credo político bajo la amenaza, he-
cha cien veces y en los términos más explícitos, de que ser católico
exigía ineludiblemente ser conservador y reaccionario, es decir, anti-
liberal. Los liberales sólo pudieron contestar a medias, señalando “la
distinción entre el clero (por una parte), y la Iglesia y los dogmas (por

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