El eco de la infancia

AutorAndrés Henestrosa
Páginas248-249
248
ANDRÉS HEN ESTROS A
Todo lo pintado en el Álbum fotográfico ha dejado de ser en gran parte,
como es natural que ocurra. Los mexicanos de hoy ya no son los que eran hace
cerca de cien años, si bien algo de aquel tiempo late en ellos. Pero una cosa
queda en pie, firme, inalterable. Y es la obligación que tienen los escritores de
dar oído al latido de su tierra, de su tiempo y de su ambiente, con el ánimo
de corregir sus fealdades, de reducir sus imperfecciones. Porque escritor que
no escriba para ser útil a sus semejantes, más vale que eche su pluma al fuego.
3 de octubre de 1954
El eco de la infancia
¡Cuánta razón asistió a aquel poeta nuestro, quiero decir de nuestra lengua,
cuando dijo que el hombre no viene a ser otra cosa que el eco de las canciones,
de las lecturas, de las narraciones que escuchó en su infancia! Porque así es:
un impulso que nos viene de la niñez y de la infancia nos lleva por la vida. Una
palabra que ni siquiera podemos decir cuándo vino a vivir en nosotros, nos
lleva y nos trae como si fuéramos una pequeña hoja, movida por un pequeño
viento. Un dicho y un refrán suelen concretar situaciones y abrir ante nuestros
ojos un rumbo, poner en nuestra voluntad una decisión, decidir un paso inicial.
Y no de modo caprichoso o casual. Los dichos y los refranes son el resumen de
la sabiduría humana acumulada en muchos años de experiencia; son, como lo
dijo muy bien Julio Torri, la verdad en números redondos. Lo que creíamos ha-
ber olvidado para siempre, lo devuelve una copla, una melodía, unas palabras
rimadas, un dicho o un refrán. Tan grande es su poder evocativo que todo el
cuadro se repite: el rostro y el timbre de voz a quien los oímos, el color de la
luz y la ocasión. Conformidad, decisión, alegría y tristeza, todo suele venirnos
con sólo recordar la enseñanza contenida en esa melodía que oímos de paso
en esos versos que apenas si entendimos, en ese refrán que alguno dejó caer
mientras caminábamos a su lado, en esa canción que batió sus alas y se fue por
los aires, muy lejos, por el horizonte azul.
Los libros de la niñez no pasan nunca, no envejecen, no mueren. En sus
líneas, que no en balde parecen surcos, los poetas arrojaron la simiente de las
palabras que después han florecido en el hombre. El niño no se detuvo a ver
si las palabras eran bellas, si los pensamientos excelsos, si la emoción legítima.

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