Doloroso olvido

AutorAndrés Henestrosa
Páginas143-144
Doloroso olvido
Poco, casi nada, sabe la mayoría de los lectores mexicanos acerca de Cipriano
Campos Alatorre, no obstante que ya pronto hará veinte años de haberse pu-
blicado su único libro Los fusilados, escrito dentro de la tendencia iniciada por
Mariano Azuela de interpretar los sucesos de la Revolución Mexicana. Todo
se ha confabulado para crear el clima de olvido en que flota el nombre y los
afanes literarios de Campos Alatorre. La edición de su libro, hecha gracias a la
temprana y generosa comprensión de los editores de la revista Sur, de efímera
vida que se hacía en Oaxaca, fue muy exigua y llegó a muy pocas manos; si a
esto se agrega que el autor era hombre modesto, sencillo, pobre, y que nunca
pasó de maestro rural se explicará que su nombre no haya trascendido a las pá-
ginas de las historias de la literatura mexicana donde, sin embargo, han encon-
trado sitio autores de nula cuantía, sólo porque alguna vez las circunstancias
los pusieron en lugares relevantes. Conocí a Campos Alatorre por los mismos
días en que su libro fue publicado: Imprenta Graphos, México, 1934. Y creo
que fue Antonio Acevedo Escobedo quien lo llevó una mañana a la redacción
de El libro y el pueblo que entonces hacíamos con Héctor Pérez Martínez. Lo
recuerdo muy delgado, de cara angulosa, nariz recta y larga, pelo negrísimo
untado a la cabeza: ejemplar acabado del mexicano en que predomina la as-
cendencia indígena. Era muy callado, muy quieto, con una suerte de pudor
que quizá le viniera de su “torpe aliño indumentario”, que frecuentemente
llega a proyectarse en la conducta humana, tal como si el hombre creyera que
hay una cor respondencia entre el alma y el mundo exter ior. Eso, justamen -
te eso, le ocurría a un personaje de una de las novelas de Fedor Dostoievsky
que no se atrevió a corregir las faltas de ortografía de su padrastro, sólo porque
al intentarlo se dio cuenta que traía las mangas del saco desleídas. Quizá eso
llevara a Cipriano Campos Alatorre a extremar su apartamiento de los sitios
conocidos y de los amigos.
Por el rumbo de San Sebastián, o de Santa María la Redonda, o del Car-
men, solía atreverse para encontrarse con Efrén Hernández, quien por cierto
ha reunido en la revista Am érica la producción literaria de Campos Alatorre,
enriqueciéndola con una amorosa, comprensiva y emocionada semblanza. De
esos rumbos rara vez pasaba. Su vida, que fue siempre una lucha contra las
enfermedades y la miseria, transcurrió callada y oscura en el desempeño de
un trabajo que cuando pasen los años se verá que está nutrido de emoción he-
AÑO 1953
ALACE NA DE MINUCI AS 143

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