La Constitución de 1917 y el Poder Legislativo: una hipótesis para el análisis de su transformación

AutorCarlos Israel Castillejos Manrique
Cargo del AutorLicenciado en Relaciones Internacionales por la UNAM
Páginas244-265

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La constitución de 1917 y la hipótesis del poder legislativo apéndice

Después de la lucha armada de 1910, derivada del periodo porfirista y los cruentos años de inestabilidad que le siguieron hasta la expedición de la Constitución Política de 1917, en México dio inicio una nueva etapa de nuestro desarrollo político, económico, social y cultural en la que se abandonó la llamada política de las armas, para procesar y encauzar por la vía democrática e institucional las demandas de los mexicanos y, en especial, las de los principales sectores que hicieron suya la Revolución.

Desde luego que los primeros años posrevolucionarios se vivieron en medio de una aparente estabilidad político-militar, pues tan sólo entre 1917 y 1928, por diversos motivos —hay quienes arguyen conspiraciones—, pasaron por las armas los principales líderes de la Revolución como Emiliano Zapata, Venustiano Carranza, Francisco Villa y Álvaro Obregón. Esta situación hizo que —aunque existía un texto constitucional en el que se establecieron las bases del republicanismo— se diera paso a la consolidación de una estructura o espacio político que permitiera aglutinar a los distintos líderes y sectores del país, en torno a un solo proyecto de nación.

En este contexto, el general Plutarco Elías Calles fundó el Partido Nacional Revolucionario (PNR), órgano político que en sus propósitos tenía orientar la política del país para superar la época de los caudillos, y avanzar por la de las leyes e instituciones.187Al par que se creó este instituto político, paulatinamente se fue fortaleciendo y

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consolidando la figura presidencial como fiel de la balanza del sistema político mexicano en detrimento, incluso, de los demás poderes, entre ellos el Poder Legislativo.

Ésta es la que denominamos, la teoría del Poder Legislativo apéndice, dado que el Congreso de la Unión, desde la perspectiva de diversos estudiosos de la vida política del país, prácticamente era visto como una especie de parte accesoria del sistema presidencial mexicano, donde las relaciones de poder y en realidad todo el entramado jurídico e institucional del país, giraban en torno a las decisiones que tomaba el Presidente de la República.

De hecho, basta echar simple vistazo a los principales tratados de ciencia política escritos desde la década de los años cuarenta del siglo XX para constatar que la mayo-ría de los intelectuales y críticos del régimen o del llamado sistema de partido hegemónico —como don Daniel Cosío Villegas, Luis Garrido, Pablo González Casanova y Arnaldo Córdova, entre otros— centraban su atención en la lógica de funcionamiento del régimen presidencial.

A decir verdad, durante los siglos XIX y XX la estructura político-institucional del Estado mexicano siempre tuvo como pilar fundamental la figura presidencial. Desde 1824, el sistema constitucional de gobierno de nuestro país se diseñó sobre la base de un esquema de división de poderes que, en los hechos, situaba en un lugar de preeminencia al Ejecutivo sobre el Poder Legislativo e incluso Judicial.

No obstante, también es cierto que con la Constitución Federal de 1857 los diputados constituyentes de la época acotaron de manera importante las facultades del Presidente de la República y ampliaron las propias del Congreso de la Unión, modelo que perduró durante seis décadas. De hecho —como comenta el doctor Jaime Cárdenas Gracia— don Emilio Rabasa en La Constitución y la dictadura que se publicó en 1912, opinaba que “la dictadura había sido el único camino que se había dejado a Porfirio Díaz, pues la Constitución de 1857, no le había dejado gobernar”.188

Esta situación explica, en cierta medida, cómo fue que, con la Constitución de 1917, nuevamente el Presidente de la República recuperó un importante margen de acción en el ejercicio de sus funciones como Jefe de Estado y de Gobierno, pero también —gracias al genio de don Plutarco Elías Calles— como jefe político del partido predominante, lo que dio paso a los denominados “gobiernos unificados” que alimentaron durante años la teoría del hombre fuerte del país, la del Legislador Único.

Por esa razón, el propósito de esta colaboración es tratar de explicar cómo es que, si bien en los hechos durante prácticamente todo el siglo XX existió una superestructura que hacía que el régimen político mexicano tuviera una lógica centrípeta en torno al Ejecutivo Federal, en realidad el Poder Legislativo siempre tuvo una autonomía para poder procesar los cambios que lo robustecieran frente al propio Presidente de la República, pero también para impulsar la apertura de nuevos espacios de participación política y, con ello, propiciar también el fortalecimiento de nuestra democracia.

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Por lo regular, se trata de explicar la nueva realidad del Congreso Mexicano a partir de la experiencia de los llamados “gobiernos compartidos” que en nuestro país tienen su origen en la última elección legislativa intermedia del siglo XX, en la que el Partido Revolucionario Institucional (PRI), por primera vez desde su existencia, no contó con la mayoría de curules en la Cámara de Diputados.

Sin embargo, lo cierto es que desde tiempo atrás el Poder Legislativo vino ganando espacios cada vez más importantes en el escenario político para convertirse finalmente, como lo conocemos hoy en día, en la auténtica caja de resonancia del país y, desde luego, en el principal contrapeso a las decisiones del Presidente de la República, hecho que ha dado lugar a la aparición de innumerables e interesantísimos textos sobre la nueva dinámica que se construye entre los poderes Legislativo y Ejecutivo.

Hoy, a medida que el Congreso de la Unión se ha venido estudiando con mayor detenimiento y no sólo desde la perspectiva de órgano apéndice del sistema político mexicano, una de las principales conclusiones a las que se ha llegado es que el Poder Legislativo, independientemente del sistema de partido hegemónico o los factores reales del poder que caracterizaron al México del siglo XX, siempre tuvo una vitalidad propia, en la que más allá del rígida correlación de fuerzas políticas, vino perfeccionando el equilibrio de poderes consagrado en el artículo 49 de nuestra Constitución Política.

Tan sólo basta señalar que, de las 699 reformas constitucionales que el Constituyente Permanente ha aprobado desde la promulgación de la Carta Magna de 1917, 195 se han realizado al Capítulo II de su Título Tercero, es decir, el relativo al Poder Legislativo, lo que significa que al menos el 27.8 por ciento de las reformas han tendido a modificar la estructura, organización, facultades e integración del Congreso de la Unión, todo lo cual sólo es posible con la voluntad y participación de los legisladores de la República y, desde luego, de las Legislaturas de los Estados.

El congreso: verdadero órgano del poder público

Los planteamientos respecto al Poder Legislativo apéndice, naturalmente tienden a fundamentarse desde la perspectiva política. Es decir, a partir de las relaciones de poder —sistema de partido hegemónico— que limitaban o acotaban la independencia de los legisladores de la República frente al Ejecutivo Federal. Sin embargo, desde la perspectiva jurídica y en el marco de una división de poderes caracterizada por el republicanismo como se estableció en nuestra Carta Magna de 1917, es un hecho que el complicado proceso de la creación de la norma jurídica y, aún más, de las reformas constitucionales, exige más que una sujeción de un poder sobre otro, sino una plena co- laboración entre las ramas legislativa y ejecutiva.

En efecto, para llevar a cabo una reforma constitucional se requiere, en primer lugar, identificar la confluencia entre una legítima necesidad, una posibilidad y una realidad, es decir, entre aquello que resulta un imperativo atender dadas las circunstancias sociopolíticas y económicas del país y que desde la base de nuestra organización constitucional pueda permitir atender las demandas de los mexicanos, requiriéndose a

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fortiori que sea, desde luego, viable y, finalmente, que pueda traducirse en acciones concretas que vayan más allá de las buenas intenciones y se conviertan en hechos.

Se trata, sin duda, de un largo proceso de diálogo y concertación al interior del Poder Legislativo y no sólo una determinación por parte del Poder Ejecutivo, pues su función dentro de este proceso es verdaderamente limitado, hecho que no resulta nada sencillo y mucho menos espontáneo en virtud del tipo de votación que se requiere para que una reforma constitucional sea aprobada —dos terceras partes de los diputados y senadores presentes en la sesión correspondiente—, pero también por la mayoría de las Legislaturas de los Estados, es decir, diecisiete Congresos locales.

Por esa razón, desde nuestra perspectiva el equilibrio de poderes puede ser con-mensurable en correlación al número de reformas constitucionales que se han podido concretar desde 1917, mismo que puede ser cualitativo en cuanto a la materia que se trate, por ejemplo, tratándose de una mayor apertura de espacios políticos en el Congreso de la Unión. Ése es, de hecho, el fundamento de nuestra propuesta para analizar al Poder Legislativo y su evolución en el reciente siglo.

Al final, una reforma constitucional, independientemente de cuál sea su materia, propósito o alcances, entraña plena legitimidad y consciencia de que se trata de un punto de coincidencia que ha superado las decisiones...

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