Claroscuros del artículo 3° constitucional

AutorGerardo Laveaga
Páginas52-55

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Desde los tiempos más remotos, la transmisión de conocimientos de una generación a otra ha sido crucial para la preservación y el desarrollo de las sociedades humanas. ¿Cómo encender fuego? ¿Cómo combatir una plaga? Esto se ha conseguido a través de invariables mecanismos informales y, de modo sistematizado, gracias a los sistemas educativos.

Si, al principio, lo importante era saber cómo armar un arco o un sistema de riego, a medida que el hombre fue sofisticándose comenzaron a cobrar relevancia los valores de cada sociedad: ¿debemos construir más arcos o más sistemas de riego?, ¿quién debe hacerlo? Esto suscitó desencuentros entre los distintos grupos que conformaban cada sociedad.

Platón refiere, en su República, por qué considera conveniente divulgar aquel mito fenicio que sostenía que los hombres habían sido moldeados por los dioses, pero con distintos materiales: oro, plata y bronce, para poder adjudicar a cada uno las tareas que le correspondería desempeñar. Este mito, concluyó, ahorraría explicaciones.

Esto nos permite entender, de algún modo, por qué, en la mayoría de las latitudes, fueron las religiones —los sacerdotes, en concreto— las encargadas de impartir la educación a las nuevas generaciones, cuidando que cada grupo social aprendiera, “como los dioses mandaban”, lo que convenía aprender. Ni más ni menos. Nuestro país no fue una excepción.

En el México precolombino, los valores que se transmitían a un grupo eran distintos de los que se transmitían a otro: había una escuela para los hijos de los nobles —el calmécac— y otras para los obreros y campesinos —los telpochcallis.

A los primeros se les adiestraba en economía, historia y artes militares, para convertirlos en jueces, gobernantes o sacerdotes. A los segundos se les entrenaba para cultivar la tierra, pelear y dar la vida por sus gobernantes.

Luego de la conquista los españoles impusieron un nuevo modelo educativo. Ahora lo más importante era el adoctrinamiento en los preceptos del catolicismo. La educación, de nuevo, fue distinta para unos grupos y para otros. Pero la distinción ya no era tan clara: variaba de escuela a escuela. A los hijos de los peninsulares había que enseñarles los principios de la administración, mientras que a los indígenas debía infundírseles dosis significativas de conformismo.

En 1812 la Constitución de Cádiz propuso un esquema liberal, disponiendo, entre otras cosas, el establecimiento de “un plan general de enseñanza pública en toda la monarquía”. Sin embargo, en 1821, cuando la Constitución de Cádiz amenazó convertirse en la ley suprema de México, un grupo de clérigos y potentados declaró la independencia del virreinato.

La Constitución de 1824, ya en el México independiente, dio facultades al Congreso para “promover la ilustración”, significara esto lo que significara. Fue, no obstante, Valentín Gómez Farías quien encabezó el primer intento serio para crear un modelo educativo que no sólo permitiera aprovechar los conocimientos técnicos y científicos que se habían alcanzado en algunos países europeos, sino que alentara el diseño de mecanismos inclusivos. Veía la educación como una herramienta para alcanzar democracia y progreso.

Las disposiciones que impulsó Gómez Farías en 1833 fueron la base de la educación científica en México, donde el Estado tenía el control. Se suprimió la Universidad de México que, en manos de la Iglesia, daba prioridad a la teología; se creó la Dirección General de Institución Pública y se dejó claro que el fin de la educación era la “mejora del estado moral de las clases populares”.

Desafortunadamente, la aspiración de Gómez Farías fracasó en su momento: los grupos extractivos (el adjetivo es de Daron Acemoglu

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y James Robinson), apoyados por la Iglesia católica, necesitaban adiestrar a sus empleados en labores...

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