Un cenote, la tristeza de Martí

AutorAndrés Henestrosa
Páginas642-644
642
ANDRÉS HEN ESTROS A
Un cenote, la tristeza de Martí
Yo no sé si lo leí en algún lugar de sus obras, o si se encuentra en algunas de las
biografías de José Martí, o si me lo refirió alguno, o si lo inventé yo para agre-
garla a la mitología martiana, llevado de esa tendencia natural en el hombre de
deificar un poco a los personajes que admira. El caso es que todos nos hemos
hecho un Martí a nuestra imagen y semejanza, poniendo en su vida, pasión y
muerte, escenas que lo agrandan ante nuestros ojos. Alfonso Hernández Catá,
por ejemplo, escribió todo un libro con este título revelador: Mitología de Martí,
en el que se cuentan, en una prosa que quiere remedar a la del maestro cuba-
no, pasajes de su vida que rozan apenas la realidad, que si no ocurrieron, bien
pudieron acaecer dada la grandeza de las obras que sí cumplió. En la historia y
la leyenda martiana me place recordar aquel capítulo en que muy joven, pero
ya poseído de la muerte que iba a matarlo, vino a México, a sumarse a nuestras
luchas, a proclamarse un nacional más para los deberes y un extranjero para los
derechos. Apenas llegado a la capital reclamó un sitio en las trincheras del pe-
riodismo y con aquella su pluma que no sabemos a qué hora y cómo se hizo tan
sabia y tan pulida, libró desde las columnas del periódico, ya con su nombre,
ya con seudónimo, nobles campañas en bien de la cultura mexicana. Alguna
vez, por extremar su deseo de servir, hasta llegó a interferir con algunos, con
Ignacio Manuel Altamirano, por ejemplo. Entonces, con humildad inseparable
de toda grandeza, dio explicaciones, puso todo su empeño porque ninguna
sombra empañara la transparencia de su conducta.
Sus artículos de aquellos años, tres cuartos de siglo, testimonian su pre-
cocidad en varias disciplinas y preocupaciones, así como un caudal de lecturas
perfectamente asimiladas y sazonadas con los atributos de su delicada ama-
bilidad, de poeta siempre. Lo que anticipó acerca del arte mexicano, princi-
palmente la pintura, tiene todas las trazas de un vaticinio. Sus anticipaciones
sobre el papel que a México estaba señalado para lo porvenir, se ha cumplido
en una gran medida. Testigo de ese mal que no hemos dejado de padecer,
consistente en estar de rodillas ante los modelos de la literatura extranjera, se
preguntó cómo podía ser que la patria fuera libre y la literatura esclava; redujo
a esta fórmula el contenido de su pensamiento a ese respecto: un paso en el
camino de la independencia política. Sin literatura nacional, no hay indepen-
dencia nacional completa, dijo más o menos.

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