Los campesinos y los obreros mexicanos bajo el porfirismo

AutorFrancisco I. Madero
Páginas153-172
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LA GUERRA DE TOMÓCHIC
La nación no supo de esa guerra, pero se dijo que fue ocasionada porque
los habitantes de aquel pueblo, que se encuentra en el corazón de la Sierra
Madre, no querían pagar las contribuciones o algo t an baladí e insignifi-
cante así. P ues bien, los esfuerzos que hizo el gobierno para arreglar pa-
cíficamente la cuestión fueron bien pocos, y quizá esos esfuerzos fueron
neutralizados por la ineptit ud, el orgullo o la ambición de los delegados
del gobierno. El resultado fue que éste mandó fuerzas federales en gran
número, que destruyeron casi por completo el pueblo y acabaron con casi
todos los habitantes que opusieron una resistencia heroica y causaron a
las fuerzas federales numerosas bajas, al g rado de desorganiza r por com-
pleto los primeros cuerpos que marcharon al ataque.
Ahí tenemos un cuadro terrible.
Hermanos mat ando a hermanos, y la nación gastando enormes su-
mas de dinero por la ineptitud o la falta de tacto de alguna autoridad
subalterna.
El general Día z, encerrado en su mag nífico castillo de Chapultepec,
supo de las dificultades, pidió informes a l gobernador, éste a su vez se
dirig ió a su jefe político o autoridad, verdadera causa del conflicto; ésta
informa favorablemente a sus m iras, y por los mismos trámites llega
ese in forme a manos del general Díaz, que juzga necesario ma ndar batir
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Francisco I. Madero
a aquellos humildes l abradores, pacíficos ciudada nos, que han llegado a ser
representados a su vista como terribles perturbadores de la pa z pública, y
el general Díaz, para hacer respetar el principio de autoridad, ordena que
vayan fuerzas a Tomóchic.
En este caso, el criterio del general Díaz fue el del jefe político.
¿De qué nos sirve, pues, que el general D íaz tenga un criterio t an recto,
un tacto ta n admirable para tr atar a todo el mundo, si en muchos casos, por
la razón natural de las cos as, su criterio tend rá que guiarse por el del más
ínfimo de sus subordinados?
Un valiente y pundonoroso oficial pensador, escritor notable, ind igna-
do de las torpezas de sus superiores y por las infamias que les hicieron
cometer llevándolos a ext erminar a sus herma nos, escribe un bel lísimo
libro denunciando esos atentados; pero la voz var onil de los hombres de
corazón nunca es grata a los déspotas de la Tierra, y ese oficial pu ndono-
roso fue dado de baja y procesado.
El epílogo de ese drama no podría ser más conmovedor: un pueblo
destruido por el incendio, regado de los cadáveres de sus valientes defen-
sores, abandonado por las numerosas madres, viudas y huérfanos que
muy lejos fueron a llorar su muerte; y más a llá, entre los bosques que rode an
al pueblo, muchos cadáveres también, pero de resignados oficiales y sol-
dados que, sin saber por qué, fueron los portadores del exterminio a la
casa de sus hermanos, y a los cuales hacían melancólicamente los hono-
res de reglamento, los compañeros que les sobrevivieron.
¡La patria perdió muchos hijos!
¡El tesoro nacional fue sangrado abundantemente!
¡Y las contribuciones, origen de esa hecatombe, no fueran pagadas!
¡Mil veces mejor hubiera sido que ese pueblo no pagara contr ibuciones
por algunos años, esperando que las luces de la instrucción penetraran
en él, y le hicieran comprender sus derechos!
Pero no; que no conocen sus deberes, a balazos los han de enseñar,
en vez de hacerlo por medio de la instrucción.

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