El Estado

AutorJosé C. Valadés
Páginas459-541
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Capítulo XXXII
El Estado
TERMINACIÓN DE LOS CONFLICTOS
Después de la derrota a los civiles y jefes del Ejército que concurrieron
al pronunciamiento de marzo (1929), la creencia de que el gobierno, en
virtud de ser dirigido por los herederos políticos de la Revolución, era
débil e impopular y que por lo mismo al soplo de un movimiento ar-
mado podía ser destruido, empezó a perder adeptos; y aunque esto
último no parecía tener más explicación que la decadencia del espíritu
revolucionario, en la realidad, dentro de México se operaba un fe-
nómeno singular, aunque poco objetivo: la República asistía a la mu-
tación de gobierno en Estado. Al reconocimiento y práctica del prin-
cipio de autoridad se asociaban ahora un conjunto de direcciones
disposiciones y regímenes, de manera que al arte de mandar, dentro del
cual tuvieron una gran función los hombres de la guerra —los ciuda-
danos armados—, se había unido la ciencia de gobernar, a la cual abrió
puertas y ventanas la inspiración creadora de Calles.
Sería hiperbólico y por lo mismo escaso de método histórico afir-
mar que el Estado mexicano nació con Calles, pero en cambio es
probable decir que el Estado mexicano concebido por Benito Juárez
en los umbrosos días de la Reforma, y el Estado naturalizado por
Porfirio Díaz en las alegóricas horas de los 30 años, llegó a su más
alta evolución al ser entregado al intuitivo talento de Calles.
Más por adulación que por certeza, a este último le llamaron es-
tadista; y si no lo fue, se debió a que el Estado mexicano estaba en
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la parte final de su formación y en la primera de su embarneci-
miento; también de su burocratización, por lo cual, si en ese periodo
que analizamos, presentaba no pocos aspectos de gobierno que mu-
cho se asemejaban a los de una entidad faccional, esto serviría para
que poco a poco, pero siempre en serie progresiva, se limaran sus
asperezas, se contrajeran sus violencias y tocaran a su fin las excep-
ciones que la guerra y la política sembraron en el país.
La mutación observada durante esa época produjo no pocos
notorios cambios en la mentalidad nacional. A la idea sobre la in-
destructibilidad de aquel gobierno hecho Estado se siguió la idea de
las concordancias; esto es, de una necesidad de entendimiento y
armonía, necesidad de la paz misma. Una paz que ya no sería
obligada, sino voluntaria, que había hecho comprensible y posible
la seguridad de que no era factible derrumbar lo que constituía la
nación misma.
De esta suerte, paso a paso y sin humillación alguna, sino por
títulos de racionabilidad, fueron rindiéndose las fuerzas contrarias a
lo que había sido anticallismo y ahora era anti Estado. Una de tales
fuerzas, quizás la más importante, puesto que lidiaba con el valer del
ser y creer individuales, fue la religiosa.
La más pura y entrañable de las religiosidades, asociada beatífica
y píamente al fanatismo insurrecto, comprendió que si Calles, a pe-
sar de lo poco amable que era su nombre entre el vulgo, había domi-
nado con facilidad la sublevación de una parte del Ejército, pocas
esperanzas de triunfo restaba a las partidas armadas de cristeros que
se movían en el centro de la República, y cuyos recursos y vidas esta-
ban muy mermados después de una lucha de desigualdad con el
Ejército de la nación.
Esta sedición, dirigida desde “los sótanos” por la Liga de Defensa
de la Libertad Religiosa, que mucho entusiasmó a la juventud cató-
lica por el atractivo que siempre tienen las conspiraciones, las aven-
turas armadas y los combates idealizados y que en ocasiones alcanzan
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el poder magnético de las correrías recreativas, no había tenido un
solo triunfo, capaz de estimular un porvenir más o menos notorio,
hasta los días que se siguieron a la derrota del Ejército Renovador.
Numerosos, es cierto, fueron los actos de heroísmo desesperado
y de altas manifestaciones litúrgicas y confesionales catalogadas al
través de aquel alzamiento. Un buen número de sus abnegados ca-
pitanes fueron sacrificados impiadosa e inmerecidamente; pero no
sólo con el aniquilamiento de los renovadores pudieron calcular los
jefes cristeros lo infructuoso de su lucha. Lo infructuoso provino
también de que no sería de aquellas filas juveniles de donde saliese
un caudillo con capacidad para alcanzar un título de guerrero.
Tenía la jefatura cristera el general Enrique Gorostieta, hombre
impetuoso, valiente, pero ilusivo. Creía, no obstante los años trans-
curridos, en las enseñanzas de la guerra civil, y ello por haberse
formado en la escuela porfirista, en la táctica de la milicia pura, por
lo cual, colocado al frente de una masa rural que luchaba por su fe
y no por el orden, no hizo más que idealizar el cristerismo, caer
pronto en el campo de la fantasía y así quedar muerto (2 de junio de
1929) en el campo de la realidad.
Además, aquel juego de semejanzas guerreras, al cual concurrían
lo mismo grupos de excelsos posesos que una pléyade de ricos e
inteligentes jóvenes jaliscienses, se debilitó con el fusilamiento (9 de
febrero de 1929) de José de León Toral, a quien se ponía como ejem-
plo del sacrificio personal y juvenil. León Toral, como ya se dijo, fue
sentenciado a la pena capital por el jurado reunido en la Ciudad de
México en noviembre de 1928.
Por otra parte, los obispos expulsos, acusados, no siempre con
pruebas, como los instigadores del alzamiento cristero, comprendie-
ron que su obra catequista y pía en México estaba siendo sepultada
por una acción armada que no era, en tiempo ni en recursos ni en
método, la mejor expresión de la fe. Comprendieron asimismo que
la República tenía instaurado, al fin, un Estado civil fortalecido por

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