1966

AutorAdán Cruz Bencomo
Páginas317-385
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1966
Las dedicatorias
He leído en alguna parte que los autógrafos, las dedicatorias, aparecen tardía-
mente en las letras; a fines del siglo XVIII o a principios del XIX. Tardíamente,
porque ya para esos años la literatura había alcanzado varias plenitudes. Sin
embargo, los autógrafos pueden documentarse por lo menos un siglo y medio
antes. Y aquí en México, en donde las letras florecieron desde el mismo año
de la Conquista. Para en poder de Manuel Porrúa, librero, editor, que los co-
noce por fuera y por dentro como pocos pueden conocerlos, un ejemplar de la
Suma teológica (1569), autografiado por Bartolomé de Ledesma. El tiempo ha
borrado el nombre del favorecido con la dedicatoria, mas no la firma del ilustre
Ledesma. Sobre el viejo pergamino pueden verse los rasgos de su caligrafía,
que es a veces un breve retrato psicológico. ¿No decía Domingo Faustino
Sarmiento, tan lleno de ocurrencias geniales, que la mala caligrafía era desde
luego un signo de mala educación?
No son, pues, tan tardías las dedicatorias autógrafas.
Pero no era contar ésta la primera ocurrencia de esta Alacena. Era que quería
yo contar algunas cosas acerca de las dedicatorias de los libros que me ha toca-
do en suerte leer. Y de lo que ellas sugieren de quien las escribe y de quien las
inspira. Una dedicatoria es, en su brevedad, un rápido retrato de ambos. Hay
quienes las escriben hermosas, extrañas, raras, plenas de oculto sentido. Otros
las escriben deslucidas, banales, a veces ajenas a la calidad del libro dedicado,
desligadas de la buena fama del autor. Las más peculiares que ahora puedo
recordar son las de José Martí, las de Alfonso Reyes, las de Novo, Villaurrutia.
Vasconcelos las escribía tan llanas que no parecían de su pluma fulgurante.
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ANDRÉS HEN ESTROS A
La de Martí a Gutiérrez Nájera es clásica, ejemplar, con todas las carac-
terísticas de un dechado: “A Manuel Gutiérrez Nájera, marfil en el verso, en
la prosa seda, en el alma oro. Su José Martí”. Está en los Versos sencillos. Ya he
dicho que esa hermosísima dedicatoria, desarrollada en sus tres incisos, daría
una biografía del poeta, del prosista, del hombre. Y dice tantas cosas de Martí,
aquella alma romántica, a veces casi femenina (“Y tú mujer, y yo varón con alma
de mujer formado).
Trataré de recordar algunas de Reyes: “Véasela página tantos”. “Búsquese
y se encontrará”. “Sigo sus pasos desde que apareció en las letras mexicanas”.
Etcétera. Una de Xavier Villaurrutia me dejó intrigado durante mucho tiempo;
ahora ya sé lo que quería decir: “A Fulano de tal, en recuerdo de nuestra guerra
carlista”. Ahora Salvador Novo las escribe en náhuatl. Una de Vasconcelos
sirva para probar que no correspondían a su genio: “A Manuel y Julio para que
se desaburran o más se aburran en el camino”. Está en La raza cósmica, firmada
en París, el día que se embarcan para América, Manuel Rodríguez Lozano y
Julio Castellanos.
La dedicatoria, cuando uno no le teme manifestarse como es, ayuda a
conocer a los autores del pasado. Una de Altamirano a Justo Sierra recuerdo
ahora. Nos dice cuáles eran las relaciones entre los dos colosos de nuestras
letras: muestra cómo era sensible y amoroso el uno, y qué clase de afectos, de
amistad sabía inspirar el otro: “A Justo, con mi corazón”.
Hace falta que alguno, a través de las dedicatorias escritas por mexicanos,
intente otra manera de entenderlos. Otro modo de reconstruir el ambiente en
que florecieron nuestros escritores y poetas del pasado.
Yo sólo quise salir ahora adelante con esta Alacena, y dejar en el alma de
algunos una sugerencia oportuna.
2 de enero de 1966
Don Enrique Díez-Canedo, sabio y erudito
Cuatro nombres de escritores españoles que hayan escrito sobre América, me
ocurren de momento: Miguel de Unamuno, Juan Valera, Rafael Cansinos-Assens
y Enrique Díez-Canedo. De todos, ninguno más recordado, más querido y
admirado que don Enrique. Ninguno más familiar, también.
AÑO 1966
ALACE NA DE MINUCI AS 319
Debo haberlo conocido allá por el año de 1933, cuando vino por primera
vez a México. No sé si con razón o sin ella, a ese recuerdo se une el de dos
escritores hispanoamericanos, ecuatorianos los dos: Gonzalo Zaldumbide y
Benjamín Carreón. Que también se encontraban en México aquel año. Vino
don Enrique Díez-Canedo invitado por nuestra Universidad para impartir
un curso y dar algunas conferencias. Por lo menos es así como lo recuerdo. El
curso acaso haya tenido lugar en las aulas de la Facultad de Filosofía y Letras;
recuerdo sí con toda precisión que las conferencias fueron en el Anfiteatro
Bolívar, de la vieja Escuela Nacional Preparatoria. Eran sobre pintura, campo
en que Díez-Canedo era acabado maestro, como lo fue en tantos otros. Una
digresión quedó en mi memoria nítidamente: aquella que se refería a que mu-
chas de las grandes obras maestras del arte español eran anónimas. La dama
de Elche, El Cantar de l Mío Cid y La Celestina. Al concluir aquella conferencia nos
acercamos a saludarlo algunos de mis compañeros de escuela y de aficiones:
Miguel N. Lira, Alejandro Gómez Arias, Manuel Moreno Sánchez, entre otros.
Y de sus lectores que éramos pasamos a ser sus amigos. Unos días después lo
acompañé a una visita a la ciudad de Tlaxcala, a la tierra y casa de Lira. Hicimos
el viaje en automóvil, en una mañanita fría del altiplano de México. Estaba
Díez-Canedo en su día, sino no es que todos lo fueron: ingenioso, ágil, sabio.
La niebla ocultaba los dos volcanes, padre y madre de la Ciudad de México, y
de los mexicanos, se pudiera decir: la Iztaccíhuatl y el Popocatépetl. Desespe-
raba don Enrique de verlos en aquel amanecer, como siempre le habían dicho
que se veían: claros y despejados en el horizonte, las cimas cubiertas de nieves
eternas. Yo creo, me decía, que esos volcanes no existen, sino que forman parte
de esas leyendas, fábulas y mitos con que ustedes se recrean engañando a los
viajeros. Pero en eso apareció el sol en toda su gloria, tiñendo de rosa las cúspi-
des nevadas. Recordó aquel lugar de El Conquistador Anónimo en que se dice
que uno de estos volcanes tutelares es alto, redondo y dorado como un montón
de trigo. Trajo a cuento un lugar de las Cartas de Cortés en que se habla de la
ascensión a las cumbres por Diego de Ordaz.
Sabio era don Enrique Díez-Canedo en cultura hispanoamericana, la de
México en primer lugar. Una erudición que él sabía disimular muy bien, des-
pojándola de toda pedantería, de tal suerte que pareciera como ocurrencia del
momento. Versos de nuestros poetas y de otros de América recitaba en relación
con el clima, paisaje y volcanes. Romances y refranes que los conquistadores
se decían, mientras cabalgaban hacia México, los sabía de memoria Díez-Ca-

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