Violencia, amor y crimen

AutorMartha Santillán Esqueda
Páginas207-262

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EN OCTUBRE DE 1944 El Universal aseguraba con alarma que en el Distrito Federal se habían cometido 80 homicidios en lo que iba del año; dicha cifra resultaba “sencillamente pavorosa, y revela una vez más la falta de respeto a la vida humana que priva entre los nuestros”.1Los criminólogos y observadores de la realidad mexicana, Marvin E. Wofgang (norteamericano) y Franco Ferracutti (italiano) estaban convencidos de que en México “las controversias políticas [y familiares] incluyen la violencia como recurso habitual de resolución. Las costumbres locales se abstienen casi enteramente de censurarlas con tal que hayan ocurrido conforme a los cánones de la venganza social […]. El homicidio está justificado e incluso prescrito”.2Cierta-mente, como ha señalado Pablo Piccato, la violencia interpersonal, ya fuera verbal o física, era un rasgo característico de la vida en la Ciudad de México.3Para los especialistas y criminólogos posrevolucionarios, la violencia se equiparaba, sobre todo la sangrienta, con un estado “primitivo, instintivo e irrelexivo, sin elaboración intelectual”.4Asimismo, el hecho de que se perpetrara comúnmente con armas blancas revelaba, según el criminólogo Alfonso Quiroz Cuarón, “un índice tanto de escaso desarrollo mental como económico” de los agresores.5Cabe destacar que el especialista estimaba que la pobreza era un ingrediente preponderante en la comisión de este tipo de delitos: “somos violentos por pobres y no por mexicanos. Por pobres no tenemos los mecanis-

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mos adecuados para frenar los impulsos que provienen del primitivo yo profundo, que es, ante todo, instintivo y brutal”.6El origen de atentados contra las personas, según la mayoría de los estudiosos, era isiológico, psicológico y producto de la miseria. Armando M. Raggi, penalista y criminólogo, afirmaba que “la ciencia moderna ha evidenciado las íntimas relaciones que existen entre la ‘constitución’ somática, el ‘temperamento’ y el carácter’ […] así, mientras los sujetos que se conceptúan fuertes acostumbran a reaccionar en forma directa, rectilínea y ‘agresiva’”.7Era bien aceptada entre especialistas la creencia de que la agresividad era el resultado de “impulsos primitivos” vinculados a magras condiciones económicas y de moralidad, pero también que podían ser controlados. Sin embargo, la violencia, por más sangrienta que resultara, no era producto de una falta de “civilidad” o de ciegas pulsiones, como tampoco exclusiva de entornos de pobreza o de un sexo en específico. Atendía sin duda a complejas lógicas y usos sociales de la misma. Considero, al igual que Robert Muchembled, que los despliegues de violencia tienen que ver no sólo con lo biológico, sino también con lo cultural; en otras palabras, la “violencia se activa” por múltiples causas en razón del contexto,8al tiempo que se regula o doméstica en función de las distintas concepciones de la misma.

La vida del mexicano no estaba enmarcada por el “salvajismo”, como tampoco existía un gusto generalizado por la agresión y la muerte; si bien se notaba tolerancia hacia ciertas formas y grados de violencia entre los capitalinos, también existía un rechazo a ésta cuando la agresión sobrepasaba ciertos límites, de ahí que las personas presentaran querellas judiciales. Ello muestra, a su vez, un reconocimiento de la autoridad judicial como instancia competente en la resolución de conflictos interpersonales. De cualquier modo, para el periodo de estudio, las actitudes cotidianas ante la violencia tenían distintas modalidades y modulaciones a las de la ley y de otros discursos (criminológicos, religiosos, políticos o mediáticos) que llegaban a rechazarla cabalmente.

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Para las personas el ejercicio de conductas agresivas podía significar, no necesariamente la única vía, sino quizás la más apropiada para solventar determinado tipo de situaciones personales. Piccato asegura que las formas de socialización violenta en los años posteriores a la revolución, creaban tanto para hombres como para mujeres “un sentido de igualdad ya que demostraba que todos merecían respeto y estaban prestos a actuar en su defensa”;9agresiones que por supuesto estaban mediadas por la clase social así como por el género. En el caso de las mujeres, la imbricación de los conceptos de amor y violencia tenían implicaciones particulares, tanto en la práctica como en la percepción de sus actos violentos.

Conforme avanzaba el siglo XX, en México, al igual que en el resto de los países occidentales, el rechazo a la violencia aumentaba y el amor se convertía en un valor cada vez más elevado. Este sentimiento era considerado antónimo de la violencia y sinónimo de observancia, unión y perfeccionamiento, así como el antídoto para el ejercicio de la humildad y apoyo entre ciudadanos, la cohesión interpersonal, la superación individual, la fortaleza de la familia y, lo más importante, el progreso nacional.

María Elvira Bermúdez, adscrita al grupo de la Filosofía de lo Mexicano presidido por Leopoldo Zea, consideraba que “compaginar haceres y decires hacia un humanismo auténtico que no deje el menor resquicio a neurosis u odios destructores” era fundamental para el progreso individual de los mexicanos y del país. El amor entendido como “una sonrisa de par en par abierta que alquitara todas las zozobras y una mirada, como faro encendido, para incardinar la propias tendencias en la felicidad…”,10ayudaría a la colaboración mutua, a la resolución de conflictos, a elevar la conianza en uno mismo y en los demás, a perdonarse, etcétera.

Las normativas de género dominantes planteaban que la virilidad se construía a través de la corpulencia y del uso de la fuerza, lo cual permitía que el espectro de tolerancia ante las agresiones masculinas se ampliara en determinadas circunstancias, por ejemplo cuando se ejercía en el ámbito doméstico o en defensa del honor; situación avalada social y penalmente.

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En contraparte, se sostenía que el sexo femenino era por naturaleza menos proclive a la violencia, en tanto sus “instintos” atendían a la docilidad y al amor maternal; incluso se creía que el amor de una madre o de una esposa colaboraba de manera importante con la mejora moral de sus seres queridos. A la vez, había ciertas violencias femeninas que se justificaban en el marco de los procesos biológicos de sus cuerpos. Raggi afirmaba que las “anomalías hormónicas”, de las cuales no podían sustraerse “nuestras hermanas”, tenían una “inluen-cia preponderante” sobre su “delicada emotividad” y se convertían en una “determinante casi fatal de su vida misma en todas las edades”; situación que se encontraba relacionada a los crímenes femeninos.11No obstante, las fuentes muestran más bien a mujeres que al no conformarse con cierto tipo de situaciones, en respuesta cometían actos violentos. La violencia femenina formaba parte importante de la vida cotidiana de muchas capitalinas, al tiempo que un buen número de agresoras se convertían en homicidas después de lesionar gravemente a sus víctimas, como sucedió con Jorge Valadez Vargas quien falleció a consecuencia de una “terrible infección” provocada por las mordidas que una mujer le dio en la cara “con espantosa iereza, arrancándole pedazos de piel”.12Entre 1937 y 1947, el 44.61% de todas las indiciadas judicialmente lo fueron por crímenes contra la integridad de las personas, en tanto que se sentenció por el mismo motivo al 40.89% de todas las criminales.13Más que entender las razones subjetivas de las mujeres que cometían agresiones criminales o de asumirlas como simples transgresoras o víctimas, en este capítulo se analizan los fundamentos socioculturales que dotaban de significado a la violencia femenina. Para ello, es importante analizar los usos de la violencia, esto es, qué enmarcaba o justificaba sus ataques, en qué espacios sociales acontecía y qué respuestas se desplegaban por parte de la población ante este tipo de conductas. Asimismo, se estudian las concepciones de la violencia en

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función de la opinión de los mismos actores (jueces, agredidos y agresores) y otros agentes (como criminólogos y prensa).

Mujeres de ͞pelo en pecho͗͟ agresiones y homicidio
Ataques verbales y físicos

es una señora de pleito y cada vez que le da la gana injuria a doña Petra

[…] ha oído como lanza injurias, tratándola a voz en cuello de que es puta hija de tantas y hasta la ha retado a pelear diciéndole que no pierde esperanzas de darle en la madre.14

De acuerdo con el Código Penal los delitos contra la vida y la integridad corporal (Título XIX) eran las lesiones, el homicidio, el parricidio, el infanticidio, el aborto y el abandono de personas. Pero las agresiones no sólo se inligían en el físico de una persona, también se ejercían mediante la palabra; un acto violento acontecía cuando alguien buscaba reducir a su víctima o colocarla en una situación lastimosa, física o moralmente. En este sentido, considero como agresiones a los delitos contra el honor (Título XX): golpes y violencias físicas simples, injurias, difamación y calumnia.

Mientras los primeros eran crímenes que ponían en riesgo la vida, los segundos la integridad civil de la víctimas ya que “pone[n] en peligro o perturba[n] la paz interior de la persona o el disfrute de aquella paz social, que queda sensiblemente quebrantada por el descrédito”.15

El penalista Manuel López-Rey aseguraba que para castigar estos casos se debían tomar en cuenta que “la negación del honor […] es parte de un sistema...

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