La verdad en la moral

AutorRonald Dworkin
Páginas41-59
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II. LA VERDAD EN LA MORAL
EL DESAFÍO
“Si queremos hablar de valores —de cómo vivir y cómo tratar a otras
personas—, debemos comenzar con cuestiones fi losófi cas más grandes.
Antes de que podamos pensar sensatamente si la honestidad y la igual-
dad son valores auténticos, es preciso considerar, como una cuestión
liminar distinta, si los valores existen. No sería sensato debatir cuántos
ángeles pueden sentarse en una cabeza de alfi ler sin preguntarse ante
todo si acaso hay ángeles; sería igualmente estúpido procurar descifrar
si el autosacrifi cio es bueno sin preguntarse antes si existe siquiera la
bondad y, de existir, qué tipo de cosa es.
”¿Pueden las creencias sobre el valor —por ejemplo, que robar es
incorrecto— ser realmente verdaderas? ¿O, ya que estamos, falsas? Si es
así, ¿qué diablos puede hacer que una de esas creencias sea verdadera o
falsa? ¿De dónde vienen esos valores? ¿De Dios? Pero ¿qué pasa si Dios no
existe? ¿Pueden los valores estar simplemente ahí afuera, como parte de
lo que real y fi nalmente es? Si es así, ¿cómo podemos nosotros, los seres
humanos, estar en contacto con ellos? Si algunos juicios de valor son
verdaderos y otros falsos, ¿cómo podemos nosotros, seres humanos, des-
cubrir cuáles son cuáles? Aun los amigos discrepan en cuanto a lo que es
correcto y lo que es incorrecto; y tenemos discrepancias aún más nota-
bles, desde ya, con personas de otras épocas y culturas. ¿Cómo podemos
pensar, sin dar muestras de una pasmosa arrogancia, que tenemos razón
y los otros están sencillamente equivocados? ¿Desde qué perspectiva neu-
tral podría la verdad, fi nalmente, someterse a prueba y determinarse?
”Es obvio que no podemos resolver estos acertijos con la mera re-
petición de nuestros juicios de valor. No ayudaría en nada insistir en
que la incorrección debe existir en el universo porque torturar bebés
por diversión es incorrecto. O que estoy en contacto con la verdad mo-
ral porque sé que torturar bebés es incorrecto. Con eso no haríamos
más que presuponer lo que queremos explicar: torturar bebés no es
incorrecto si no hay incorrección en el universo, y no puedo saber que
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torturar bebés es incorrecto a menos que pueda estar en contacto con
la verdad acerca de la incorrección. No, estas profundas cuestiones fi -
losófi cas sobre la naturaleza del universo o el estatus de los juicios de
valor no son en sí mismas preguntas sobre lo bueno o lo malo, lo co-
rrecto o lo incorrecto, lo maravilloso o lo terrible. No pertenecen a la
meditación ética, moral o estética corriente sino a otros sectores, más
técnicos, de la fi losofía: a la metafísica, la epistemología o la fi losofía
del lenguaje. Por eso es tan importante distinguir dos partes muy dife-
rentes de la fi losofía moral: las cuestiones sustantivas corrientes y de
primer orden sobre qué es bueno o malo, correcto o incorrecto, que
exigen un juicio de valor, y las cuestiones fi losófi cas de segundo orden,
‘metaéticas’, sobre esos juicios de valor que no exigen más juicios de
valor sino teorías fi losófi cas de un tipo muy diferente.”
Pido perdón, me he estado burlando a lo largo de tres párrafos; no
creo una sola palabra de lo que acabo de poner entre comillas. Quería
exponer una opinión fi losófi ca que es cara al corazón del zorro y que a
mi entender ha obstaculizado una comprensión adecuada de todos los
tópicos que exploramos en este libro. Enuncié mi opinión contraria en
el capítulo I: la moral y otros sectores del valor son fi losófi camente in-
dependientes. Las respuestas a las grandes preguntas sobre la verdad y
el conocimiento morales deben buscarse dentro de esos sectores, no
fuera de ellos. Una teoría sustantiva del valor debe incluir, no esperar,
una teoría de la verdad en el valor.
Que hay verdades sobre el valor es un hecho evidente e ineludible.
Cuando las personas tienen que tomar decisiones, no pueden evitar pre-
guntarse cuál deben tomar, y esa pregunta solo puede responderse seña-
lando razones para actuar de una manera u otra; solo puede responderse
de ese modo porque eso es lo que la pregunta, por el mero hecho de lo
que signifi ca, exige ineludiblemente. No hay duda de que en alguna opor-
tunidad la mejor respuesta será que nada de lo que pueda hacerse ha de
ser mejor que el resto. Algunas personas desafortunadas consideran in-
evitable una respuesta más dramática: creen que nunca hay nada que sea
lo mejor o lo correcto. Pero esas respuestas son, en la misma medida que
otras respuestas más positivas, juicios de valor sustantivos y de primer
orden sobre lo que hay que hacer. Recurren a los mismos tipos de argu-
mentos y se reivindican verdaderas exactamente de la misma manera.
La lectura del capítulo I habrá hecho colegir al lector cómo utilizo
las importantes palabras “ética” y “moral”. Un juicio ético plantea una

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