Última luz de María Izquierdo

AutorAndrés Henestrosa
Páginas160-161
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ANDRÉS HEN ESTROS A
su pueblo, que presta sus sílabas para armar la canción que da el barro, la can-
tera y el mármol, y el bronce para la estatua que cada escritor debe labrarse al
paso que labra su verso y su prosa.
Hasta entonces el lector inocente se convence que no había en ellos un
amor a las letras sino que era el medio de encubrir afanes a ras de tierra, de
confundir y de velar cosas ajenas a un artista verdadero: lo que buscaban era
acrecentar la hacienda y el éxito fácil en espectáculos ruidosos.
26 de julio de 1953
Última luz de María Izquierdo
Conocí a María I zquierdo hace muchos años, cuando acababa de llegar a la
ciudad de México, o por lo menos así me lo parecía. Por el rumbo de la Es-
cuela de Medicina, ya para llega r a la c alle de Colombia, vivía en un último
piso. Alguno me llevó a su casa, una casita mexicana, adornada con juguetes,
bolas de cristal, trastos, retablos, idolillos femeninos, entre los que María
destacaba como una hermana mayor. Otras veces la encontraba por calles
y mercados, vistiendo sus ropas de tonos encendidos, tocada con grandes
rollos de listones colorados, azules y verdes, en un alarde ornamental que su
seguro instinto pueblerino sabía equilibrar. Parecía que pasaba por nuestro
lado un trozo de c ampo, un gajo de provincia, una ráfaga municipal. En-
tonces fue cuando empez ó a pintar, cuando se atrevió por los c aminos de
la pintura, con tembloroso andar, con mano zozobrante, con frente febril.
No pudo, como no puede nadie que empiece, hacer las cosas por mis-
ma, decirlas con palabras propias; como lo ha dicho Pablo Neruda de sus
orígenes literarios, voces ajenas mezclaban sus sílabas en su voz, pero ya
desde entonces había en su mensaje algo que no podía ser sino propio: la
entonación, el acento lejano y misteriosos, como venido del fondo de nuestro
pasado indígena. Y c omo los años no pas an en vano, ni la vida pasa sin dejar
rastro, muy pronto María Izquierdo encontró su palabra, su expresión, la voz
que la distingue en el coro de la pintura mexicana. La primera ex posición
de sus obras tuvo las trazas de una revelación. Diego Rivera la saludó y le
dio la bienvenida con entusiasmo: el a rte pictórico mexicano se enriquecía
con un nuevo nombre, con una obra que por donde quiera que se viera, tras-

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