El triunfo y los costos de la avaricia

AutorClive Dilnot
CargoThe New School, USA
Páginas121-156

    Traducción del inglés: Pilar Castro

Page 121

Causa y consecuencia de los problemas

Los acontecimientos del verano y otoño de 2008 mostraron con absoluta claridad que las consecuencias de los modos de acumulación que logró todo el sector bancario —no únicamente, pero en particular los de Estados Unidos y Gran Bretaña— eran tan defectuosas y tóxicas que pusieron en duda los fundamentos económicos en los que se basan. Incluso hasta el día de hoy existe muy poca evidencia sobre cualquier replanteamiento esencial, ya sea en la industria financiera o entre los economistas; más aún, se sigue negando el carácter y la gravedad de la crisis actual. Con pocas excepciones, desde todos los ángulos —también desde el político— el asunto es regresar a hacer negocios como siempre, tan pronto como sea posible.

No es difícil ver por qué esto debería ser así. Crisis de esta magnitud, que provocan gran incertidumbre, suscitan dos impulsos contradictorios. El primero se dirige hacia la acción. Lo que era impensable, de repente puede convertirse, al calor del momento, en una acción gubernamental esencial, audaz y hasta aplaudida. En pocas palabras, ésa fue la respuesta de septiembre de 2008 a la amenaza de un colapso total del sistema bancario.1 Pero pisándole los talones al impulso para actuar viene la reacción, la reafirmación categórica de que todo debe al final —y cuanto antes mejor— ser exactamente como era.

Sin duda éste era el sentir detrás de la carta abierta enviada al Congreso por 166 economistas en septiembre de 2008. Etiquetar la crisis sólo como un trastorno “a corto plazo”, así como el impulso por preservar lo-que-es a cualquier costo se captaba en su premisa principal: “a pesar de todos los problemas recientes, los dinámicos e innovadoresPage 122 mercados de capital privado de Estados Unidos trajeron a la nación una prosperidad sin precedentes. Básicamente, debilitar esos mercados con el fin de calmar los trastornos a corto plazo es bastante miope”.2 Esa carta, así como las declaraciones de varios economistas que siguieron esta línea durante la caída económica, puso en evidencia que la negación de la gravedad de la crisis no se basaba en un análisis de lo que estaba sucediendo, sino más bien presentaba una defensa a priori en contra del cambio, porque si se puede negar que hay algo podrido en Dinamarca, entonces no es necesaria la acción.

Este deseo por regresar lo más rápido posible al statu quo tiene implicaciones significativas para la política, que es posible observar en la manera como lidiamos (o fracasamos en lidiar) con los “rescates” bancarios.

La falta de aceptación del verdadero estado del sector financiero,3 que es parte del deseo prematuro de restaurar lo-que-era, conlleva otras cosas: el fracaso político para desarrollar las estrategias necesarias a fin de reestructurar sus operaciones (por ejemplo, abordar estructuras de incentivos contraproducentes4 y, más importante aún, obligar a la banca a que retire los intercambios especulativos en áreas donde no pueden evaluarse los riesgos)5 crea condiciones para la perpetuación de una insolvencia no reconocida que plantea graves peligros para la reactivación de la economía en su conjunto. En este caso, el deseo por la continuidad está pasando por encima de la necesidad de una acción estructural.6 ¿Nos sorprende entonces que la política de inyectar dinero al sector bancario sea como echar recursos en un saco sin fondo?7

El deseo de una incontrovertible restauración de lo-que-es, también conlleva una explicación. Queda claro que el tipo de historias que estamos empezando a contarnos respecto a las causas y naturaleza de la crisis están encaminadas sobre todo a explicar lo que ocurrió, para hacer posible un retorno sin dificultades al statu quo. Incluso entre los economistas liberales la forma preferida es localizar la “causa” en las operaciones del mercado, es decir, que los errores hayan sido operativos y no estructurales.8 Esto no es asombroso, ya que si la causa se puede identificar como una falla operativa puede rectificarse. Sin tener en cuenta nada más, es esencial que tales fallas sean rectificadas. No es sorprendente que después haya un impulso para buscar la causa en lo que puedePage 123 ser transformado de manera rápida (y relativamente fácil). Fue revelador a este respecto que Jeff Madrick, en un análisis reciente sobre la crisis, concluyera con el siguiente señalamiento:

Los participantes de los mercados financieros crearon una burbuja financiera de enormes proporciones en busca de beneficios personales. Pero la causa más profunda fue la determinación de la gente con poder político o económico de minimizar la intervención del gobierno en la supervisión de los mercados financieros y en la protección contra los excesos naturales.9

Con toda seguridad la observación de Madrick es correcta, así como también lo es la importancia que otorga a la renuncia a la responsabilidad de supervisar estos mercados. La ausencia de mecanismos de regulación (y más aún, la búsqueda deliberada de tal ausencia) es un aspecto significativo de la irresponsabilidad que rige todas las operaciones de los mercados financieros, aunque de ninguna manera es el único factor. Pero, ¿es esto causal? Mecanismos de regulación laxos o no existentes permiten al mercado operar en formas que son estructuralmente irresponsables, pero, ¿puede ese solo hecho ser causal de la profundidad de la crisis que ahora enfrentamos?

Ésta no es una pregunta ociosa. Sin una adecuada explicación —es decir sin enfrentar los factores que producen la crisis—, en el mejor de los casos, es probable que las políticas sigan siendo un remedio provisional. En el peor, no sólo no contribuirán siquiera un poco a la solución de la crisis, sino incluso es posible que aseguren un desplazamiento inadvertido de la situación hacia un desastre social, político y económico a largo plazo.10 El problema con el instinto reparador respecto a esto —tanto en términos políticos como intelectuales— es que interrumpe el cuestionamiento demasiado pronto y no llega al centro generador de la cuestión. Aquí, el análisis es útil para distinguir niveles y tipos de causas. Un ejemplo sencillo: la ausencia de suficientes salvavidas y de prácticas comunes de servicios de comunicación por radio las 24 horas en barcos que cruzaban el Atlántico en 1912, fueron los dos principales factores que contribuyeron a la elevada tasa de muertePage 124 en el hundimiento del Titanic. Pero no fueron causales del impacto inicial con el iceberg, tampoco tienen que ver con la mal entendida vulnerabilidad del casco del Titanic a cierto tipo de inundaciones. En otras palabras, todos estos acontecimientos fueron causales respecto al tamaño del desastre, pero no de la misma manera. Desde luego, la línea entre lo que podríamos llamar causas contribuyentes o favorecedoras (“condiciones de existencia” de la crisis) y lo que es posible llamar causas directas o generadoras (causa activa) es muy fina, y en la práctica nunca puede diferenciarse con facilidad.

Sin embargo, respecto a esta crisis podemos hablar de causas favorecedoras y generadoras. Con las primeras nos referimos a las condiciones que deben estar en su lugar para que los mercados operen de la forma en que lo hacían. La falta de mecanismos de regulación es una de ellas, el permiso para apalancar los préstamos es otra; la liquidez y la fácil disponibilidad de capital son esenciales, como lo es (según mi perspectiva, de importancia primordial) la tolerancia política e incluso el fomento sin precedentes de niveles de deuda que dan un total (para Estados Unidos 350% del PIB o cerca de 42 mil millones de dólares, igual al no muy lejano 85% del PIB mundial antes de la crisis) y en especial la deuda de las familias (100% del PIB) y —aún más revelador— la deuda del sector financiero (de cerca de 20% del PIB en 1980, hasta casi 117% del PIB en 2007).11

El segundo grupo, “las causas generadoras”, pueden describirse menos como condiciones que como fuerzas. Pero aquí es donde nos metemos en problemas, porque cuando uno escucha las explicaciones que se dan sobre el colapso, siente no sólo el deseo de meterse la idea de una “falla” o de una simple causa identificable (“¡Greenspan!”; “¡mecanismos de regulación!”), sino de evadir la cuestión, resistirse del todo a considerar las causas activas de la crisis. Es significativo respecto a esto los sucesivos nombres que se le han dado a la crisis, así como las explicaciones: fue una crisis de las viviendas; una crisis provocada por la falta de pago de los poseedores de hipotecas subprime; una crisis de este sector; una crisis provocada por fallas operativas de las industrias hipotecarias y bancarias en la sombra; una crisis causada por mecanismos de regulación laxos o inexistentes en el sectorPage 125 financiero, una crisis de soberbia del mercado, incluso una crisis de ineptitud gubernamental.12 Se ha llegado a la conclusión de que el potencial inductivo de los factores mencionados en la crisis, de ninguna manera podría igualar la profundidad de lo ocurrido. Ninguna crisis de la vivienda lleva a un colapso del crédito; los deudores morosos de hipotecas tampoco podrían derrumbar un sector bancario; un colapso equivalente a un sexto del PIB estadounidense no genera por sí mismo una recesión global.

Esto trae a colación una regla general: la causa atribuida debe tener la capacidad —sola o en conjunto— de inducir consecuencias. En el caso de esta crisis sabemos que el principal factor detonante fue el sucesivo y al final casi absoluto fracaso de los agentes hipotecarios de la banca en la sombra y de los bancos apalancados, situación que empezó en diciembre de 2006. Las condiciones favorecedoras subyacentes se relacionan con las circunstancias y las prácticas bancarias tradicionales...

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