El triunfo

AutorJosé C. Valadés
Páginas185-266
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Capítulo V
El triunfo
RELACIONES CON ESTADOS UNIDOS
El general Porfirio Díaz ha jurado, el 1 de diciembre de 1910, desem-
peñar, como consecuencia de su sexta reelección, las funciones de
presidente de la República como manda la Constitución de 1857; y
aunque el juramente no tendrá, como no lo ha tenido anteriormente,
cumplimiento en las prácticas accesorias, su efecto será preciso en
la substancia constitucional: la representación efectiva y honrosa de la
patria, la defensa de las instituciones políticas y civiles, la garantía al
derecho de propiedad y la seguridad del orden colectivo.
Si no es eso todo lo que manda tal Constitución; y si ésta no era
cumplida al pie de la letra, no se debía a la ausencia del ánimo moral
o patriótico del cuadro de la autoridad oficial. Díaz, en medio de sus
grandezas personales, reconocidas por propios y extraños, no creía
en los atrevimientos o ensayos políticos. Por esto, 10 días después
de tener las primeras noticias de la insurrección en el norte del país,
se sentía tan tranquilo y seguro de su situación, que su presencia en
el Congreso de la Unión, para prestar el juramento de ley, podía ha-
cer creer que tan ilustre octogenario, aureoleado por el principio de
la autoridad absoluta, alcanzaría a terminar su nuevo presidenciado
o que, en el desgraciado caso de su muerte, la República seguiría
disfrutando de un régimen de paz y orden.
Todo eso, por supuesto, correspondía a la mente del general
Díaz y de sus allegados, mas no del pueblo. Éste, aparentemente
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insensible ante los acontecimientos políticos e intuyendo la compo-
sición de otros sucesos más conmovedores, no pareció tener interés
en el nuevo juramento de Díaz ni en las elecciones municipales (di-
ciembre, 1910) hechas conforme al mecanismo habitual que nadie
extrañaba. Dos eran las otras noticias que movían a la opinión públi-
ca: la que hacía referencia a la guerra en el norte del país y la que
atañía a las relaciones con Estados Unidos. Éstas, ciertamente, no
dejaban de ser cordiales, pero como se acercaba la fecha para la reno-
vación de los permisos relacionados con el uso de Bahía Magdalena
y Pichilingue, la atención nacional estaba fija en la resolución que el
gobierno de México diera a tan escabroso asunto.
Este negocio lo dirigía el Ministerio de Relaciones con señalada
prudencia; pues acercándose el plazo para la prórroga del permiso,
la cancillería mexicana instruyó al embajador de México en Washington
Francisco León de la Barra, a fin de que éste disuadiera al presidente
de Estados Unidos de tal renovación, exponiéndole cuán grave error
cometería la Casa Blanca de continuar en el continente una política
de ganancia en concesiones, puesto que tal política llegaría a ser
considerada por los países americanos de habla española como una
amenaza, bien definida, de Estados Unidos, ya que en la realidad,
muchas y grandes eran las críticas que con motivo del permiso o
concesión de Bahía Magdalena se hacían a Estados Unidos, conside-
rando que el gobierno norteamericano abusaba de su poderío y pro-
seguía una política con todos los visos de imperialista.
Tan hábil fue la política del general Díaz cerca de la Casa Blanca,
que sin menoscabo en las relaciones de los dos países, el gabinete
norteamericano, en seguida de examinar los progresos que el anti-
yanquismo hacía en América del Sur y el desasosiego patriótico que
se experimentaba en México, con todo tino desistió formalmente (11
de enero, 1911), de renovar la petición a México.
Fue este acontecimiento, por lo que respecta a la política interna
del país, un poderoso auxilio para el régimen porfirista, puesto que
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aparte de exaltar los sentimientos patrióticos del pueblo, consolidó
las relaciones mexiconorteamericanas, que si no postradas, segura-
mente estaban resentidas moralmente después de la entrevista de
los presidentes Porfirio Díaz y William H. Taft, cuando éste debió
advertir el estado valetudinario del gobernante mexicano y las cen-
suras que la propia prensa de Estados Unidos dirigía a don Porfirio
llamándole “dictador sempiterno”.
Tan señalados fueron, en efecto, los temores abrigados por el
gobierno norteamericano respecto a la ineptitud física del general
Díaz, que el presidente de Estados Unidos mandó a Henry Lane
Wilson, individuo conocido por su agresividad, sus disposiciones de
mando y su fanatismo democrático, como embajador del gobierno
norteamericano en México.
Eran esos días, aquellos en los cuales empezaban a dilatarse
continentalmente, ya no los intereses políticos o militares de Esta-
dos Unidos, sino los intereses capitalistas e inversionistas que en-
traban a los pueblos americanos de habla lusoespañola con dere-
chos de favorecidos, toda vez que no existía ninguna legislación
protectora contra los grandes intereses de potencia alguna, con lo
cual, como era de consecuente razón, se prestaba si no a abusos de
intencionalidad, sí a disgustos de las grandes masas populares tan
sensibles frente a los poderíos; a disgustos, principalmente, de los
medioilustrados, siempre hechos a los excesos emotivos.
Esto no obstante, el gobierno de Washington, si de un lado de-
sistía de cualquier negocio con los países continentales conexivo a
cesiones o concesiones territoriales, de otro lado, creyó que el
tema central de su diplomacia debería consistir, no en coordinar
los bienes humanos de los países centro y sudamericanos, lo cual
hubiese producido un bienestar general en el Hemisferio, sino en
proteger, sobre cualquier otro negocio, el establecimiento y pro-
greso, a lo largo y ancho del continente, de los intereses económi-
cos de Estados Unidos.

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