Una superchería del General

AutorAndrés Henestrosa
Páginas56-57
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ANDRÉS HEN ESTROS A
una común apetencia: hallarle el hilo a nuestra cultura y luego enlazarla con
la cultura toda del mundo. Desciende en esta dolorosa búsqueda hasta el sub-
suelo de nuestra historia; su piqueta, como la de Rubén Darío, trabaja en lo
eterno de la A mérica ignota, luego asciende a nuestros días, y lo mismo que
un arqueólogo moderno, con los restos de las viejas vasijas, Iduarte, con los
indicios y las certezas y los supuestos de las viejas culturas indias, reconstruye
una imagen que ya no del todo es india ni es del todo española, aunque de
las dos cosas contenga, sino algo nuevo: es americana. Si no tuviera otras, ésa
es la mayor enseñanza contenida en las Pláticas hispan oamericanas que yo he
querido presentar a tu curiosidad, lector.
2 de diciemb re de 1951
Una superchería del General
Por los mismos años –1872– en que Vicente Riva Palacio inventaba con la com-
plicidad de Francisco Sosa, en las columnas dominicales de El Imparcial a una
poetisa de estro singular, el venezolano José Domingo Cortés reunía los mate-
riales para confeccionar el florilegio de las Poetisas Am ericanas, ramillete poéti co
del bell o sexo hispano- americano. Para conseguir este objeto, Cortés acudió, en
demanda de ayuda, a los escritores americanos cuyos nombres hubieran tras-
cendido hasta Sur América o París donde radicaba. Un espíritu travieso de las
letras mexicanas aprovechó la ocasión para ejercitar su genio festivo y burlarse
de paso, de un hombre de buena fe, si bien digno de burla por osar una t area
sin las noticias necesarias para su buen éxito, inventando para el caso un nom-
bre y atribuyéndole una poesía de Ignacio Manuel Altamirano, recogida en las
Rimas, en el propio año del 72. En 1875, en el mes de abril, apareció en París
la antología de Cortés, con todos los defectos que se pueden suponer en una
obra preparada dentro de las circunstancias señaladas. Y en efecto, muchos
la afearon, entre otros José Martí, entonces residente en México, quien en
un artículo de la R evista Univ ersal se dolía del poco acierto con que se había
procedido en la elección de la s composiciones cubanas.
Francisco Sosa, cómplice de Riva Palacio en la invención de Rosa Espino,
y que ese año justamente reunía, prologaba y publicaba los romances, apólogos y
cantares con que el General había logrado tomar el pelo a más de un crítico,

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