Sebastián Lerdo de Tejada

AutorEnrique M. de los Rìos - Antonio Albarrán
Páginas449-468
˜ 449 ˜
L ic. Sebastn L erdo de Tejada
1823-1889
FIGURAOS UN cuadro de guerra, pero de guerra
desordenada, guerra insensata, guerra que
más bien merezca el nombre de tumulto;
imaginaos como figuras prominentes de ese
cuadro varios hombres a caballo, con pena-
cho en el sombrero, acicates en las botas y
codicia en la mirada; figuraos a esos hom-
bres acometiéndose mutuamente, pugnan-
do por destruirse, por caminar más pronto
unos que los otros; con la mirada iracunda
dulcificándose a intervalos y haciéndose
como suplicante al dirigirse a un sitio de
descanso que apenas se vislumbra en el ho-
rizonte, a un oasis delicioso, único en medio
de aquel suelo tostado por la llama de la pól-
vora y esterilizado por el humo de los com-
bates, a una tierra de promisión que, como
los espejismos que engañan la esperanza del
viajero en el desierto, huye como un relám-
pago cada vez que el extenuado batallador
cree que va a pisar aquel suelo siempre ver-
de, a tocar aquellos árboles siempre frondo-
sos, a respirar aquellos aires siempre puros;
figuraos, en fin, a todos aquellos campeones
delirantes, sembrando la desolación por to-
das partes, siempre matando o hiriendo al
que se interpone a su paso, al que oculta a
sus miradas el punto codiciado, y tendréis
a la vista la historia gráfica de nuestro país
desde la independencia hasta la revolución
de Ayutla.
La historia militar interior de México,
durante ese periodo de tiempo, es la histo-
ria de muchas ambiciones personales cuyo
punto objetivo es la conquista del mando
presidencial.
A partir de la revolución de Ayutla, la
lucha guerrera continúa; pero entonces, al
menos, los intereses de los hombres se su-
bordinan a la defensa de los principios o de
las ideas cuyo antagonismo mantiene la
guerra, y entre esas ideas y esos principios
hay muchos de indiscutible elevación.
Mas en ambos periodos se ve que el ár-
bitro supremo, el poder que decide todas las
querellas es el que dimana de la fortuna mi-
litar. No sin razón se ha dicho que México
es la tierra de la espada.
Y en un país tan afecto al estruendo y
a los resplandores de las batallas, la figura
LIBERA LES ILUST RES MEX ICANOS DE LA R EFORMA Y LA INT ERVENCIÓ N450
de un letrado, cubierto con su correcto tra-
je de gabinete, con las manos limpias pero
inermes cruzadas por detrás, y subiendo con
paso tranquilo pero seguro los escaños res-
baladizos del poder hasta llegar a la cima, es
una figura exótica en el cuadro du nuestras
revoluciones y azonadas.
Pero México, felizmente, ha contado
entre sus grandes hombres algunos de esta
talla. La nación entera ha visto, no sin cierta
sorpresa, elevarse solemnemente a algunos
héroes pacíficos, cuyo blasón no consistía
en la espada que se lleva al lado, sino en los
sentimientos y en las ideas que se encierran
en el corazón y en el cerebro.
De este temple han sido dos de los tita-
nes de la libertad y de la democracia mexi-
canas: el Lic. D. Benito Juárez y el Lic. D.
Sebastián Lerdo de Tejada.
Ambos personifican una de las épocas
más desastrosas y terribles de la historia de
México, y ambos se completaron mutua-
mente para realizar la grande obra que el
destino les encomendara.
Juárez, con su voluntad inflexible como
el hierro, y Lerdo, con su talento centellean-
te como la luz, eran los dos hombres cuya
unión era necesaria para calvar la naciona-
lidad mexicana del naufragio que la amena-
zaba en la tormenta que se llamó la Guerra
de Intervención.
¡Luz y energía! Ésas eran las únicas fuerzas
que podían, no conjurar sino vencer la tem-
pestad. Y Juárez y Lento unidos encerraban
esas fuerzas. Eran la entereza apoyada en la
razón, el patriotismo sostenido por el derecho.
No es nuestro ánimo enaltecer los méri-
tos de Juárez. Y así, dejémoslo dormir sobre
su lecho de piedra el sueño de su inmorta-
lidad.
Tratemos sólo de trazar el retrato de su
ilustre colaborador.
Don Sebastián Lerdo de Tejada nació en
la ciudad de Jalapa, del Estado de Veracruz,
el día 25 de Abril de 1823.
Pasó los primeros años de su existencia
en aquel amenísimo lugar, y allí comenzó a
reunir los elementos de 1a vastísima ilus-
tración que más tarde había de distinguir-
le tanto en el foro. Fue trasladado después
al Seminario de Puebla, donde cursó lati-
nidad, filosofía y teología, y en seguida al
colegio de San Ildefonso, de México, don-
de estudió jurisprudencia, recibiéndose de
abogado en 1851.
Durante su vida estudiantil se mostró
como joven serio, estudioso, dedicado; fue,
aun en sus primeros años juveniles, poco
afecto a los entretenimientos ruidosos y a
las expansiones atolondradas.
Su seriedad, su exterior correcto y las
manifestaciones de su lúcida inteligencia
anunciaban desde entonces el gran porvenir
a que estaba llamado aquel adolescente páli-
do y de carácter tan poco comunicativo.
Estudiando su vida, se ve que desde su
juventud ocupó el primer lugar entre cuan-
tos lo rodeaban. Puede decirse que fue el
Napoleón de la política mexicana. Desde
que fue estudiante, predominó en las au-
las por su dedicación y su talento; cuando
rector, por su tino; cuando abogado, por su
vasta ilustración; cuando representante del
pueblo, por su palabra poderosa; cuando
ministro, por su acierto; cuando presidente,
por su prestigio; cuando desterrado por su

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