Santos Degollado

AutorAngel Pola
Páginas63-79
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D. Santos Degollado
1810-1861
A FINES DEL siglo XVIII desembarcó en el puerto
de Veracruz un español que venia a la Nueva
España en busca de mejor suerte que la que
le deparaba la madre patria. Era probo, tra-
bajador y de buena inteligencia.
Entonces Guanajuato tenía fama de ser
una de las provincias en que se hacía fortu-
na en un cerrar y abrir de ojos.
¡La minería! ¿quién era pobre dedicán-
dose al beneficio de metales? Y el extranjero
partió hacia ese rumbo, con mucha esperan-
za y el firme propósito de que la voluntad
no lo abandonaría para trabajar.
A la vuelta de algunos años era ya
propietario de la Hacienda de Robles, en
la cañada de Marfil. La constancia y hom-
bría de bien aumentaron su capital. Pasó
a ser rico y todo el mundo lo llamaba D.
Jesús Santos Degollado. Tuvo una com-
pañera, la Sra. María Ana, que parecía
hacerlo feliz. Dos niños llegaron pronto a
alegrar el hogar: Nemesio, el mayorcito,
y Rafael.
Más tarde, el rico español veía caer sus
negocios, antes prósperos, y descendía a la
pobreza. Andaba por las calles de Guana-
juato, socorrido por sus amigos, cuando lo
sorprendió la muerte en la miseria.
El cura de Tacámbaro, D. Mariano
Garrido, del Orden de San Agustín, antiguo
capellán de un batallón y hermano del co-
nocido fray Mucio, de Morelia, protegió a
la señora Ana María Garrido de Degollado.
Ahí estaba con Nemesio y Rafael.
Rafael, flemático, silencioso y retraído.
Nemesio, nervioso, irascible, raquítico
y enclenque. Gracias a la bella forma de su
letra, el cura lo tenía metido lo más del día
en la vicaría, levantando actas de matri-
monio y escribiendo fes de bautismo. D.
Mariano les daba un trato muy duro a los
dos niños. Exigente para con ellos, cual-
quiera acción era pretexto para descargar
su ira. Casi a fuerza hizo que se casara Ne-
mesio con la joven Ignacia Castañeda Es-
pinosa.1 No contaban veinte años de edad.
1He aquí el acta de matrimonio de D. Santos Dego-
llado, sacada del archivo del curato de Quiroga, Michoa-
cán: “En catorce de Octubre de mil ochocientos veinte y
ocho, Yo, el Presbítero Don Mariano Garrido, Teniente de
Cura de este, cazé y velé según el orden de Nuestra San-
I
LIBERA LES ILUST RES MEX ICANOS DE LA R EFORMA Y LA INT ERVENCIÓ N64
Solía decir a su hijo Mariano:
—Cuando me casé tenía yo dieciocho
años.
La pareja vivió al lado del sacerdote,
quien, a pesar del cambio de estado de
Nemesio, no modificaba su tratamiento
insufrible.
Un día, aburrido el joven de que no
era posible hacer llevadera aquella vida, se
echó al hombro su capita de barragán y con
una peseta en el bolsillo se fugó del hogar,
dejando en Tacámbaro a su madre, a su
hermano y a su esposa. Y tomó el camino
de Morelia.
Al otro día al obscurecer llegó a la ciudad
sin conocer a nadie, ni tener razón de nada.
En una fonda, frente a la cárcel, pidió medio
real de cena; en seguida dijo a la dueña del
establecimiento:
—Señora, ¿me puede usted hacer favor
de darme un lugar para dormir? Acabo de
llegar, no conozco a nadie, no sé nada: es
primera vez que vengo aquí.
La extrema bondad se le salía a la cara.
La señora se lo concedió sin vacilar.
Al otro día, destinó una pequeñísima
parte del resto de su capital para comprar
papel. Escribió, lo mejor que pudo, un plie-
go y se presentó en la notaría de D. Manuel
Baldovinos, situada en el portal de San José.
—Señor, esta es mi letra, ¿puede usted
darme trabajo?
ta Madre Iglesia, a Don Nemeció Santos Degollado, con
Doña Ignacia Castañeda Espinosa, de éste. Fueron sus
padrinos, Don Rafael Degollado y. Doña Rita Castañeda:
Testigos, Don Antonio Torres y Don Paulino Mejía, y lo
firmé.—Mariano Garrido una rúbrica.—Al margen, Don
Nemecio Santos Degollado con Doña Ignacia Castañeda
Espinosa, de éste”.
El notario vio de pies a cabeza al joven y
luego paseó su mirada por el pliego, lleno de
bonita, preciosa y clara letra.
—¿Esta es la letra de usted?
—Sí, señor, es mi letra —respondió hu-
mildemente Nemesio.
—Puede usted venir desde hoy mismo.
Y el fugitivo, muy pobre, sin más
ropa que la que llevaba en el cuerpo, cu-
briéndose en la noche para dormir con la
capita de barragán, comidas las mangas
de la levita por el mucho apego a la mesa de
la vicaría de Tacámbaro, y raídos los pan-
talones por el roce en la marcha, empe-
zó a trabajar de escribiente en la notaría
las mañanas, con el sueldo de cincuenta
centavos diarios. Al poco tiempo, el Dr.
José María Medina, juez hacedor de diez-
mos y visitador del diezmatorio, que ha-
cía préstamos de dinero bajo hipoteca, se
presentó en la notaría.
—¿Qué es de mi escritura, Baldovinos?
—Aquí está ya, curita.
El doctor, apenas la vio, dijo al notario:
—¿Quién ha escrito esto?
—Ahora lo verá usted, curita.
El señor Baldovinos condujo al cura más
al interior del despacho y al estar frente al
escritorio de Nemesio, le indicó:
—Aquí lo tiene usted.
—Cédame a este joven, Baldovinos.
Convencido el notario de que el doctor
le impartiría protección decidida, dejó que
cargara con él para su casa.
Tendría treinta pesos al mes, habitación
y alimentos. La nueva casa estaba cerca del
Seminario. Fue su trabajo el ser escribiente
y profesor del niño Nicolás Medina, con el

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