La responsabilidad
Autor | José C. Valadés |
Páginas | 467-506 |
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Capítulo X
La responsabilidad
LA AUTORIDAD DE HUERTA
El general Victoriano Huerta fue desde el mediodía del 18 de febrero
dueño de la situación militar de la Ciudad de México; pero su propiedad,
no era total ni nacional; y como tenía en su poder al presidente de la
República pone precio a la investidura —también a la vida— del Jefe
de Estado. Para esto no tiene escrúpulos. Sobre la responsabilidad
política y patriótica, como sobre las fronteras morales y jurídicas,
estaban los apetitos. Tampoco había un principio de posesión que,
por menos, le atormentase o le sirviese de guía. En los momentos
culminantes de aquel drama sólo anidaba un propósito: hacer triun-
far sus designios personales.
Dueño, pues, de la investidura y vida del presidente, Huerta se
dispuso a tratar con los líderes aunque éstos no tenían otro camino
que el de negociar con quien poseía el cetro a muy pocos centíme-
tros de distancia. Una voz de Huerta, a esas horas era superior a
todo el poder de fuego de la Ciudadela. Además, Huerta se hallaba
en la posibilidad de dar a sus designios personales —a los designios
de un naciente huertismo, también—todos los visos de la constitu-
cionalidad. De antemano, Huerta sabía que, ya por medios pacíficos,
ya por instrumentos violentos, podía disponer de la renuncia de Ma-
dero a la Presidencia de la República; y esto le bastaba para tener la
certidumbre de que con tal documento, él, Huerta, era el único mexi-
cano capaz de resolver el futuro presidencial, el futuro jerárquico y
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el futuro de Madero. De esa suerte, si la gente de la Ciudadela se le
sometía sería condicionalmente. Si no era así, estaba en aptitud de
destrirla, y la destruiría en nombre de la paz, del Ejército y del go-
bierno de “mano dura”.
Después de la aprehensión del presidente, Huerta no encontró
otro obstáculo, para vencer, que la presencia a las puertas del Distri-
to Federal de 1,200 soldados, oaxaqueños en su mayoría, que a las
órdenes del general Manuel Rivera llegaban de Oaxaca correspon-
diendo al llamado de Madero. Y Rivera era un jefe leal, que no se
entendía ni fácilmente se entendería con Huerta. Así, ése es el único
impedimento que vio Huerta a su frente. Los hombres de la Ciuda-
dela, que no eran militares de primera fila ni políticos superiores,
podían ser vencidos. No así Rivera, quien tenía metido entre ceja y
ceja el principio de la constitucionalidad.
Huerta no sabía cómo tratarle; tampoco Blanquet. Quienes sí lo
sabían eran los líderes del Senado. Estos hablaron a Rivera no en
nombre de Huerta, sino de la paz, del orden, del bienestar patrio. Y
Rivera, les escuchó y rindió sus armas. No reconocía a Huerta, pero
tampoco se rebeló. Aceptaría la situación si el Congreso la admitía.
Con lo último, Huerta estuvo en el vestíbulo de la victoria; porque
aparte de que conocía el camino para dominar a los hombres de la
Ciudadela, ahora, con los soldados de Rivera tenía bajo su mando
poco más de 4 mil individuos armados.
Preparado, pues, para ejercer el dominio sobre las tropas deslea-
les y civiles sediciosos. Huerta hizo conocer a Félix Díaz y Manuel
Mondragón sus condiciones de paz. Estos comprendieron cuán difí-
cil era vencer, advirtiendo que, además de la gente de Rivera, Huerta
estaba en posibilidad de unificar al Ejército en torno a él. No toma-
ron en cuenta la condición de Madero, ni el escarnio, ni el chantaje
que Huerta podía hacer con la vida del presidente. Sintieron sobre
ellos, el poder de las armas y la capacidad táctica de Huerta. Por todo
esto aceptaron transar.
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Hubo una sola condición: no concurrirán a hablar de paz a un
lugar ocupado por Huerta; y como éste, a su vez, advirtió que no
pisaría suelo rebelde, la una y la otra parte acudió una vez más a los
civiles; y el viejo senador Sebastián Camacho propuso que las par-
tes se reuniesen en la sede de algún plenipotenciario extranjero.
Éstos, desde el domingo 9 de febrero, habían convertido sus le-
gaciones y embajadas en áreas extraterritoriales desde donde habla-
ban, ora en ex cáthedra, ora en amenaza; pero todo el tono de inter-
vencionismo. Ellos, los diplomáticos, y al igual el alemán que el
norteamericano, el brasilense que el español creían tener la llave
mágica para restablecer la paz entre los mexicanos, y como si sus
países respectivos estuviesen históricamente exentos de guerras ci-
viles; y como si sobre sus pueblos no pesaron los delitos que ahora
sólo atribuían a México, a pesar de que México era libre y soberano
para disponer de la sangre de sus nacionales.
Pero entre tanto, los agentes de Huerta y Félix Díaz —también,
aunque en menor escala, los de Rodolfo Reyes, quien se considera-
ba, y con razón, heredero legítimo de los derechos públicos y políti-
cos de su padre, el general Bernardo Reyes—. Buscaban, de acuerdo
primero entre sí; de acuerdo pocas horas adelante, con los diplomá-
ticos extranjeros, el lugar neutral para juntarse, discutir y repartirse
las ganancias de la sedición y de la deslealtad; entretanto, se dice,
eso acontecía, Huerta, adelantándose a los caudillos de la Ciudadela
proclamó que él salvaba a la capital de la República —no a la Repú-
blica Mexicana sino a la capital— “casi de la anarquía”, y que asumía
el Poder Ejecutivo de la nación.
No basaba su autoridad o supuesta autoridad sobre precepto al-
guno. Hablaba en nombre de la fuerza y hacía omisión de la jerar-
quía de Madero, de los Poderes Legislativo y Judicial y de todas le-
yes que daban cuerpo y espíritu a los Estados Unidos Mexicanos.
Sin embargo, Huerta demoró la publicación de la proclama. Los
senadores volvieron a aparecer en escena, para sugerirle la nece-
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