Reglamento de Tránsito del Distrito Federal, Inconstitucionalidad del

REGLAMENTO DE TRANSITO DEL DISTRITO FEDERAL, INCONSTITUCIONALIDAD DEL.-Conforme al artículo 74, fracción VI, de la Constitución Federal, es el Congreso de la Unión el que tiene facultades para legislar en todo lo relativo al Distrito Federal, lo que constituye simultáneamente en Congreso Local de ese Distrito. Y esas facultades legislativas no podrían delegarse al Presidente de la República ni al Departamento del Distrito Federal, porque esa delegación rompería la división de poderes establecida en el artículo 49 constitucional, fuera de los casos de excepción ahí previstos. Por otra parte, el Presidente de la República tiene la facultad, que la jurisprudencia de la Segunda Sala de la Suprema Corte ubica en la fracción I del artículo 89 constitucional (tesis No. 512, visible en la página 846 de la Tercera Parte del Apéndice al Semanario Judicial de la Federación publicado en 1975), de expedir reglamentos. Y esta facultad, conforme a esa jurisprudencia, se limita a la expedición de disposiciones generales y abstractas que tengan por objeto la ejecución de la ley, desarrollando y complementando en detalle las normas contenidas en los ordenamientos jurídicos expedidos por el Congreso, y esas disposiciones son normas subalternas que tienen su medida y justificación en la ley. De lo anterior se desprende que el reglamento puede ampliar, concretar, desarrollar, las instituciones creadas por la ley, pero no puede añadir nuevas instituciones legales, ni puede ampliar o adicionar el contenido substancial de la propia ley que reglamenta. Se desprende también que un reglamento que no lo sea de ley alguna, sino que venga a crear el contenido normativo de la reglamentación, vendría en rigor a ser una ley, aunque se le diese el nombre de reglamento. Y esto sería un exceso del uso de la facultad reglamentaria y, si la ley secundaria lo autoriza, una violación indebida al principio de separación de poderes, una delegación indebida hecha por el Poder Legislativo, de sus facultades constitucionales exclusivas. Por último, es cierto que la tradición legal de nuestro país ha admitido que existan ciertos reglamentos autónomos, en materia de policía y buen gobierno, cuya fundamentación constitucional se ve en los artículos 10 y 21 constitucionales. Se hace pues, necesario, distinguir cuál es la materia o el alcance de estos reglamentos autónomos, para diferenciarlos de los que no pueden expedirse sin ley a reglamentar porque implicaría el uso de facultades legislativas. Al respecto, este Tribunal considera que cuando el contenido de la reglamentación puede afectar en forma sustancial derechos constitucionalmente protegidos de los gobernados, como lo son, por ejemplo, la libertad de trabajo o de comercio (artículo 5º), o su vida, libertad, propiedades, posesiones, derecho, familia, domicilio (artículos 14 y 16), etc., esas cuestiones no pueden ser materia de afectación por un reglamento autónomo (sin ley a reglamentar) del Presidente de la República, pues éste estaría ejerciendo facultades legislativas y reuniendo dos Poderes en uno. En cambio, la materia del reglamento sí puede dar lugar a un mero reglamento autónomo de buen gobierno cuando no regula ni afecta en forma sustancial los derechos antes señalados, sino que se limita a dar disposiciones sobre cuestiones secundarias que no los vienen a coartar. Cuando las autoridades administrativas condicionan una actividad lícita a ciertos requisitos, ello puede ser materia de reglamento de buen gobierno cuando el requisito impuesto es meramente de control, sin que venga a estorbar ni a impedir o afectar un derecho básico de los gobernados. En estos casos la reglamentación se suele referir a cuestiones más o menos triviales, que requieren cierta agilidad administrativa en su control y que no podría ejercer razonablemente el Poder Legislativo. Pero cuando el requisito o la condición exigidos dejan al arbitrio o a la discreción de la autoridad administrativa el que el gobernado pueda dedicarse o no, a una actividad lícita, de manera que su negativa razonada menoscabe el derecho del gobernado, o lo afecte en sus derechos protegidos, esto ya no puede ser materia de reglamentos autónomos del Presidente de la República, sino que tendrá que ser materia de una ley del Congreso, la que sí podrá ser reglamentada por el Presidente, sin rebasar los límites ni sus cargas. Resumiendo, cuando el control es meramente automático, y la actividad lícita necesariamente se autoriza una vez satisfechos los requisitos de control razonablemente exigidos por la finalidad lícita que persiguen las autoridades, requisitos que no deben entorpecer ni menoscabar el uso del derecho, esto puede ser materia de reglamento de buen gobierno. Pero cuando la discreción o el uso razonado del arbitrio de la autoridad puede venir a menoscabar o restringir en cualquier forma, un derecho fundamental de los gobernados, porque la decisión de esa autoridad pueda ser denegatoria y con esos efectos, en tales casos ya se requiere que el acto esté fundado en una ley emanada del Congreso, o en un reglamento derivado de esa ley y dentro de sus límites. En el caso concreto, el Reglamento de Tránsito del Distrito Federal publicado en el Diario Oficial del 28 de julio de 1976, fue expedido como reglamento autónomo por el Presidente de la República, con apoyo en los artículos 73, fracción VI, base 1a. y 89, fracción 1a. de la Constitución Federal, 36, fracciones XXXI, XXXIII, y LVIII, de la Ley Orgánica del Departamento del Distrito Federal y 4o., inciso b), de la Ley que fija las Bases Generales a que habrán de sujetarse el Tránsito y los Transportes en el Distrito Federal. Conforme a todos esos preceptos, y conforme a las conclusiones antes alcanzadas, es el Congreso quien puede legislar en el Distrito Federal, y el Presidente sólo puede expedir reglamentos autónomos en materia de policía y buen gobierno de que incluye el tránsito en ciertos aspectos) aunque las leyes secundarias antes mencionadas indebidamente pretendieran delegarle facultades legislativas. Es decir, conforme a los preceptos que se acaban de mencionar en el párrafo que antecede, el Presidente puede reglamentar lo relativo al tránsito, en cuanto se trate de cuestiones meramente técnicas de control de la circulación, estacionamiento, etc., pero no podría expedir normas que afecten o menoscaben en cualquier forma los derechos constitucionales de los gobernados en relación con su libertad, propiedades y ejercicio del derecho a dedicarse a una actividad lícita. Desde este punto de vista, y atendiendo a la litis del juicio de amparo, que este Tribunal no puede desbordar, es de verse que, como lo señala el juez a quo, el Reglamento de que se trata se impugna genéricamente (y fue materia de este juicio, en cuanto al fondo), en cuanto exige que el propietario exhiba una póliza de seguro para registrar su vehículo, en cuanto señala sanciones pecuniarias, en cuanto exige un permiso especial para la conducción de vehículos de servido público, y todo ello en cuanto el Presidente careció de facultades para expedir el Reglamento. En cuanto a este último punto, como antes se vio, habrá que distinguir qué materias del Reglamento autónomo sí pueden legalmente serlo, y cuáles serán, en su caso, materia de legislación del Congreso. En lo relativo a la exigencia del seguro, este Tribunal considera que en principio al imponerse a los gobernados la obligación de asegurar sus vehículos, sin normar al mismo tiempo la obligación de las aseguradoras de aceptar los contratos de seguro y sin precisar las primas que obligadamente deben pagar los gobernados, se está excediendo el Reglamento de lo que podría ser materia de policía y buen gobierno, pues está afectando derechos patrimoniales y relaciones contractuales de los ciudadanos. Sin embargo, no se hace declaración alguna en este aspecto, atentos los términos de la litis en la revisión. En lo relativo al establecimiento de sanciones pecuniarias, o de desposeimiento de vehículos, o de arrestos, en principio podría decirse que parece claro que se están afectando también derechos constitucionalmente protegidos de los ciudadanos, a quienes se causan molestias en sus derechos y propiedades o posesiones (pues tanto interés tiene en todas las cuestiones que se han venido examinando quien es dueño de un vehículo, como quien es poseedor o detentador del mismo, por cualquier título, ya que a ambos se puede lesionar en sus intereses legalmente protegidos). Y, por último, en cuanto al permiso especial que se exige además de la licencia, para conducir un vehículo de servicio público, esto será materia de reglamento autónomo si se trata sólo de un requisito de control que implica la autorización automática del ejercicio del derecho constitucional a dedicarse a ese trabajo. Pero si se entorpece, menoscaba o restringe en alguna forma el derecho constitucional, ello tendría que ser materia de una ley del Congreso, en términos de los preceptos que se han venido citando en este considerando (en especial los artículos 5o., 73, fracción VI y 89, fracción I, de la Constitución Federal). Es decir, si el Reglamento hace depender del arbitrio razonado o de la discreción de la autoridad el otorgar los permisos, resulta inconstitucional, por tratarse de materia de una ley formal, o de un reglamento de esa ley, ceñido a ella. En el caso, el artículo 63 del Reglamento deja al arbitrio de la autoridad otorgar el permiso de que se trata a quienes demuestren una experiencia de dos años, presenten constancia de no tener antecedentes penales, pasen un examen médico y psicométrico y a juicio de las autoridades resulten aprobados en un curso de educación vial, a más de otorgar una garantía. Como se ve, este precepto está limitando o restringiendo el derecho de los gobernados a dedicarse a una actividad lícita. Y aunque los requisitos exigidos puedan ser razonables, es de verse que sólo una ley del Congreso podría imponerlos, como limitaciones al derecho constitucional...

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