La reconciliación

AutorJosé C. Valadés
Páginas11-74
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Capítulo XXVI
La reconciliación
REBELIÓN DE LAS ARMAS
Las rivalidades políticas de México, en la primavera de 1920, estaban
más allá del entendimiento político. No podían ser únicamente los
errores o proyectos íntimos del presidente Venustiano Carranza, ni
las preocupaciones electorales de los generales Álvaro Obregón y
Pablo González, ni los apetitos atribuidos a quienes formaban en el
partido llamado de la Imposición, por suponerse que intentaba hacer
de la sucesión presidencial una obra personal y directa de Carranza y
no resultado del sufragio universal; no podían ser todos esos los agen-
tes únicos capaces de provocar una condición de inquietud, conspi-
ración y violencia reinante en el país. Existía, sin dudas, o una cosa, o
un pensamiento en gestación. Las luchas de la infancia revoluciona-
ria habían terminado; pero como las inquietudes y amenazas entre
los hombres de la Revolución no terminaban ¿qué iba a seguir?
La República tenía gobernantes, ejército, administración, parti-
dos y Constitución. El Estado no era ya un mando y gobierno fortuitos;
y si no correspondía a una función y denominación clásica, de todas
maneras era el cuerpo político de la nación mexicana.
Un motivo de racionabilidad o constitucionalidad, capaz de justi-
ficar una nueva lucha intestina no se presentaba a la vista de los
mexicanos, por lo cual, la apariencia hacía creer que a los líderes
políticos sólo les movía el apetito y que por tanto dejaban a un lado
su responsabilidad patriótica. El país, pues, concurría expectante a
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José C. Valadés
otro capítulo de su vida política, temeroso de que tal capítulo se desen-
volviese cruentamente, ya que los ánimos de un partido y de otro
partido invitaban a la preocupación.
El presidente, cubierto con su impavidez personal, no mudó de
bandera ni intentó transacción alguna por los arrestos sonorenses,
en consecuencia de la fuga del general Obregón, ni debido al Plan de
Agua Prieta, ni por la subversión revolucionaria; y tal impavidez no
se originaba en una obstinación negra o soberbia. Originábase en su
jerarquía constitucional. Después de haber glorificado la Constitu-
ción, Carranza estaba imposibilitado para retroceder.
Cierto que era notorio el interés que tenía para que ni Obregón
ni González llegasen a la Presidencia de la República. Cierto que favore-
cía, aunque discreta, honorable y legalmente al partido que postulaba al
ingeniero Ignacio Bonillas; pero ni lo primero ni lo segundo signifi-
caban una violación a los principios constitucionales. Todo aquello
era un atentado a la democracia política; y aunque ésta representaba
la esperanza de los caudillos, no por ello formaba la esencia constitu-
cionalista. Así, frente a las ocurrencias en Sonora, Guerrero, Zacatecas
y Michoacán, la investidura legal de Carranza continuaba incólume;
también irrefragable.
Sin embargo, el cuerpo nacional, por una parte; la Revolución, de
otra parte, no podían componerse únicamente de normas constitu-
cionales. Existía un acontecer humano que no era posible despreciar,
puesto que las sensibilidades públicas, siempre más allá de los
cánones jurídicos, representaban una fuerza dentro del conjunto
nacional. Y lo último no había sido considerado por el presidente.
Tampoco llevó éste la contabilidad precisa de su poder de guerra,
pues como siempre sintió desdén hacia la gente armada y llenaba
sus doctrinas con leyes y no con sables, sus enlaces dentro del ejér-
cito fueron precarios.
Sus dos principales generales eran, como ya se ha dicho, Manuel
Diéguez y Francisco Murguía. Ambos poseían los dones necesarios
General Manuel M. Diéguez

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