Prólogo

AutorSergio García Ramírez
Páginas5-20

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Me valgo de la hospitalidad editorial del Instituto Nacional de Ciencias Penales -conocido nacional e internacionalmente por sus siglas: INACIPE- para formular un prólogo a esta obra, en cierto modo "heterodoxo". Así lo caliico por los motivos que menciono en las líneas siguientes.

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El libro se reiere a las reformas constitucionales en materia penal que México adoptó en el curso de tres cuartos de siglo (1940-2015), y utiliza como referencia el nacimiento y desarrollo de dos instituciones mexicanas en ese mismo periodo: la Academia Mexicana de Ciencias Penales y el Instituto de Investigaciones Jurídicas -originalmente, de Derecho Comparado- de la Universidad Nacional Autónoma de México, organismos a los que aludo con cierto detalle en el capítulo inicial del libro.

Pero este prólogo no se contraerá, como lo haría si fuese "ortodoxo", a la reforma constitucional, a la Academia y al Instituto de Investigaciones Jurídicas. Versará -con anuencia del doctor Rafael Estrada Michel, competente Director General del INACIPE- sobre el propio Instituto Nacional de Ciencias Penales y tratará de su vida y milagros en una etapa germinal: la época de preparación y arranque del Instituto, que a partir de entonces -pese a un receso deplorable que ya se encuentra en el arcón de los peores recuerdos- ha ganado terreno y prestigio, eicacia y capacidad de servicio, ampliamente reconocidos.

En este año -2016- el INACIPE celebra cuarenta años de vida. Lo hace trabajando, como lo ha hecho siempre, con ímpetu que impulsa su curso y excelentes rendimientos. Redobla el paso, no obstante los amagos que pretenderían detenerlo. Hasta ahora han prevalecido el nervio y el talento, factores de supervivencia y creatividad. Confío en que así será todo el tiempo por venir.

En la línea del que he llamado prólogo "heterodoxo" narraré algunos antecedentes, proyectos, tareas, vicisitudes, esperanzas, que determinaron el nacimiento del Instituto desde antes de que se pusiera la primera piedra de su sede en Magisterio Nacional 113, donde sigue dando pruebas de elevado magisterio -haciendo honor al nombre de su calle tlalpeña - en las disciplinas de su incumbencia. Y me referiré también a la circunstancia que propició la fundación. Lo haré desde mi propia óptica, que es la de un asistente a las tareas previas y al establecimiento del Instituto, el feliz advenimiento, se diría, con términos de "parto".

Mencionaré algunos nombres y unas cuantas fechas, dichos y hechos. Ahorraré la extensa historia de las propuestas -y acaso los sueños, bien informados y a la postre realizables- de quienes supusieron que sería posible, alguna vez y en alguna medida, contar con un verdadero sistema de justicia penal, en la vanguardia de las ideas y de la realidad, y dentro de éste, con un organismo de "clase mundial" -para emplear la socorrida expresión- que contribuyese al progreso del penalismo mexicano. Esos promotores pensaron, seguramente, en otros organismos que han dado lustre a la República, en sus ámbitos generosos: por ejemplo, el Instituto Nacional de Cardiología, el de Nutrición, el de Neurología, o el Colegio de México. No debían ser menores la dimensión y trascendencia del Instituto Nacional de Ciencias Penales, en ciernes.

He señalado lo anterior para justificar, si me es posible, la orientación y el contenido

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de un prólogo que parece distanciarse del tema de la obra que anuncia, pero que en rigor se asocia a él, todo dentro del constante esfuerzo por avanzar en la construcción de la justicia penal. De esta forma correspondo a la invitación que se me hizo y concurro al cuadragésimo aniversario de la fundación del Instituto Nacional de Ciencias Penales, que abrió sus puertas el 25 de junio de 1976, en un tiempo de labor intensa y horizontes promisorios.

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En el opúsculo al que acompaña este pró-logo analizo brevemente las reformas constitucionales en materia penal que aparecieron en los últimos tres cuartos de siglo. El libro se asocia a celebraciones importantes para nosotros. Como dije, en las primeras páginas aludo a la creación de la Academia Mexicana de Ciencias Penales, por una parte, y del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México, por la otra. Ambos fueron establecidos en 1940, en un México diferente del que ahora conocemos, disfrutamos o padecemos, que sigue siendo el país de nuestro amor y compromiso. Por lo tanto, aquella Academia y ese Instituto cumplieron en 2015 setenta y cinco años de labor fecunda y constante, que saludamos a través de varios programas conmemorativos. Entonces elaboré la mayor parte del trabajo al que sirve este prólogo, entregado al INACIPE en el inicio de 2016.

Tres cuartos de siglo en la obra penal constitucional de una República inquieta y atareada, a menudo injusta y violenta, no son poca cosa. En ese período han aparecido novedades de primer orden: giro notable de la criminalidad desplegada en dos vertientes: delincuencia tradicional y delincuencia evolucionada, a la que solemos llamar "organizada"; inserción del país en el proceso de globalización que trae consigo la relación intensa, inevitable y ciertamente deseable -si corre por el cauce de la justicia y la racionalidad- entre naciones que se habían mantenido a distancia, escasamente comunicadas y frecuentemente recelosas; aparición de múltiples ordenamientos -en este "país de leyes", en el puro sentido cuantitativo de la expresión- que cubren los más diversos espacios del quehacer penal del Estado y de las expectativas de seguridad y justicia de los ciudadanos; proyectos, programas, lineamientos, discursos y promesas que colman, con profusión, el arsenal de los ofrecimientos políticos. En in, cambios, advenimientos, novedades, tareas e ilusiones que pueblan setenta y cinco años de vigoroso crecimiento.

Líneas arriba dije que no es mi propósito referirme en este prólogo a las instituciones que mencioné y al movedizo paisaje de la república de los delitos y los castigos, en su versión mexicana. Lo dedico a un tema diferente, aunque estrechamente comunicado y determinado por los que antes mencioné: el INACIPE. Esta dedicación tiene sentido si se toma en cuenta que también estamos celebrando un aniversario del Instituto, y que mi libro sobre las reformas penales incorporadas en la ley suprema aparece gracias a la hospitalidad de quien me ha favorecido con

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ella a lo largo de cuatro décadas de vida útil, que también son décadas de mi propia vida como testigo y a veces protagonista de las andanzas del INACIPE, mi actual editor hospitalario.

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Con frecuencia concentramos la invocación del Instituto en la sonora concisión de sus siglas: INACIPE, así mencionado dentro y fuera del país, con respeto y aprecio. Y diría que también con afecto. Nació con vientos favorables y ha sobrevivido entre corrientes de todo género, siempre luchando. Las de ahora permiten suponer que tendrá vida y habrá progreso. No puedo asegurarlo, pero me atrevo a esperarlo, sumando así mis buenos deseos a los de toda la comunidad jurídica, criminológica y criminalística de México y de otros países -en América y Europa- que se han beneiciado de las aportaciones, enseñanzas, investigaciones y publicaciones de esta institución admirable. De ahí que aguarden su permanencia y fortaleza.

El INACIPE cumple y celebra cuarenta años contados desde su apertura formal en un acto solemne, en el cada vez más lejano 1976 -pero muy presente en nuestra memo-ria y en nuestro desvelo- con asistencia del Presidente de la República y de un nutrido grupo de funcionarios y académicos, que dieron fe del establecimiento y compartieron las buenas esperanzas que suscitaba su fundación. Me propongo referir en estas páginas algunos recuerdos de aquellas horas y de los primeros pasos del Instituto, su yo y su circunstancia, que dice Ortega,1y que decimos quienes nos reencontramos ahora, en una circunstancia muy distinta de la original, a la sombra del árbol bien plantado hace cuarenta años y de su fronda poderosa, que ha resistido con admirable constancia.

Vayamos al periodo político-administrativo 1970-1976. Utilizo esta referencia sexenal siguiendo una práctica arraigada -y explicable- en la narración de nuestras historias y para identiicar en el tiempo y en las decisiones la circunstancia del Instituto naciente. Surgió al cabo de una intensa etapa de reforma penal y penitenciaria, que siguió a otras que anunciaron la misma intención pero no lograron traducirla en hechos tan notables y alentadores como los que se sucedieron en aquel periodo. En el germen de esas reformas ha latido siempre la promesa de reformar las prisiones, con la que hemos caminado por dos siglos, sin llegar a la meta. Por ello es natural vincular la creación del Instituto con la reforma penitenciaria y a la inversa.

Sabemos que la idea de humanizar las cárceles de México -que han sido y siguen siendo, en gran medida, recintos inhumanos, círculos descendentes de un inierno dantesco- nos ha acompañado desde las primeras horas de la independencia. Fernández de Lizardi planteó el mejoramiento de las prisiones,2y en la misma dirección actuaron estadistas, juristas y ilántropos en el escenario

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de nuestro turbulento siglo XIX. Hay nombres ilustres en esta procesión de buenos propósitos, entre ellos Mariano Otero,3más conocido por sus luminosas páginas de política que por sus avanzados conceptos sobre el régimen carcelario. En la galería de los nombres memorables, se hallan también los ilustrados constituyentes del 57 que asociaron la reforma penitenciaria a la abolición de la pena de muerte.4Esta ya ocurrió; aquélla se halla en "transición", a duras -muy duras- penas.

No voy más lejos en noticias históricas, que requerirían más espacio y mejor cronista. Con el impulso realista que aportó la reforma penitenciaria en el Estado de México, en los altos sesenta, el Gobierno Federal puso en marcha, entre 1970 y 1976, un intenso proyecto de reforma penal y...

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