Primer reparto agrario en el norte del país

AutorAbel Camacho Guerrero
Páginas169-177

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En Monclova ordenó el señor Carranza que se fraccionara el contingente militar con objeto se incursionar también en los estados de Nuevo León y Tamaulipas en virtud de que en Coahuila, Chihuahua y Sonora ya se iba extendiendo el fuego de la revolución:

Uno de los jefes de las fracciones en que se despedazó el contingente carrancista fue el del teniente coronel Luis Blanco, auxiliado en el mando por los destacados luchadores, Cesáreo Castro y Andrés Saucedo.

Lucio Blanco pidió al señor Carranza que el mayor Múgica se incorporara a su grupo militar. Carranza accedió. Lucio Blanco nombró de inmediato a Francisco J. Múgica Jefe del Estado Mayor de su columna concediéndoles absolutas facultades administrativas.

¿Qué fue lo que sucedió? ¿Actuó unilateralmente Lucio Blanco al demandar de Carranza la cooperación del Mayor? ¿Estarían de acuerdo Lucio Blanco y Múgica en que el primero gestionara ante el Primer Jefe que permitiera al segundo que se incorporara a su columna? ¿Sentiría inconformidad el mayor Múgica por la forma autoritaria, casi autócrata del señor Carranza, que tan mal iba con el iniciador de un movimiento revolucionario? ¿Pasaría acaso en el ánimo de él la actitud política de don Venustiano, casi porfiriano o porfiriano en mucho, cuál era la de pretender adueñarse del poder político sin pensar en efectuar una verdadera transformación social, económico-política en el país? Todas estas consideraciones cabe hacerse y puesto que Carranza había dado la oportunidad a Múgica de entrar por la puerta amplia al camino de la revolución, es lógico pensar, conociendo su temple de lealtad, que tal vez no quiso murmurar su inconformidad con el Primer Jefe o inconformidad con el cuerpo de íntimos colaboradores de que éste se rodeó. Si se había aceptado estar con él no le era lícito separarse criticando; pero el hecho es que para nada reveló desear continuar marchando con el pelotón revolucionario inmediato al Primer Jefe.

Los sucesos posteriores nos señalarán que dos Quijotes del treinta, Lucio Blanco y Francisco Múgica, fueron espíritus que se hermanaron en ideal colectivo al servicio de la revolución.

La columna de Lucio Blanco avanza por el estado de Nuevo León, con meta amplia, pretendiendo abarcar la entidad de Tamaulipas. Un día del mes de junio

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de 1913 llegó la columna a la hacienda "La Sauteña", propiedad de Iñigo Noriega, rico español, quien apoyándose en su vigor económico y en la amistad personal con Porfirio Díaz, fue extendiendo sin escrúpulo alguno los linderos de sus pertenencias hasta incluir la totalidad de propiedades circunvecinas de los campesinos, con excepción de un que en forma tesonera, llegando a la violencia personal, arriesgando su vida, defendió el pedazo de tierra que había heredado. El campesino a que se alude, todo rencor, odio y valor, fomentados y acendrados en su lucha contra el insaciable hacendado, se presentó ante Múgica pidiéndole en nombre del movimiento libertario que se iniciaba, que le permitiera ejercer venganza.

Sabido es que las revoluciones son violencia, fuerza, sangre, ¡ay! De quien pretenda revolucionar esparciendo a los cuatro rumbos del cielo las fragancias de agua bendita. Las revoluciones las hacen quienes crean con explotación e injusticia las causas propicias para que exploten y las sigan hasta sus últimas consecuencias los individuos y conglomerados sociales que son víctimas de la injusticia y la explotación.

De luchadores libertarios, Lucio Blanco y Francisco J. Múgica, éste seminarista que no quiso seguir la senda de la beatitud, recogieron el rencor del campesino ultrajado. Múgica encendió una tea, la entregó en las manos obscuras y cubiertas de arrugas de aquel viejo campesino postergado, y lo invitó a que prendiera fuego a la casa de la hacienda, símbolo de un feudalismo económico-político que sangraba el cuerpo mexicano. Una llamarada explosiva iluminó el espacio, los gritos furiosos y salvajes de la columna expedicionaria corearon el fuego que pintó de rojo el aire. Fue un rayo, fue una voz admonitoria, fue una amenaza, fue una promesa de justicia el acto aquel de rebeldía desbocada, al que no se le ha dado relevancia en la historia de la revolución, pero que entraña tremenda potencialidad espiritual de las olas campesinas al margen de la cultura y hasta de la civilización, que supieron luchar y dieron su vida, por reivindicar su pasado y construir para su descendencia de nuevo y mejor provenir.

Ya estamos en el mes de agosto de ese mismo año de 1913. La columna revolucionaria de Lucio Blanco, en Tamaulipas, se acerca a la hacienda "Borregos" propiedad del general Félix Díaz. Pero ¿qué andará haciendo por acá en el norte del país el ex inspector de policía de la Ciudad de México y sobrino del ex dictador, acaparando tierras y desheredando a la clase campesina, lejos de su natal Oaxaca?

La hacienda "Borregos" ofrece la oportunidad que ha venido buscando, persiguiendo, espiando, el mayor Francisco Múgica.

Francisco Múgica, hijo del pueblo, vive con y para el pueblo. En su muy distante Tingüidín, en Chilchota, en Zinapécuaro, en Chavinda y en el mismo florido verdoso Valle de Zamora, de continuo pasó a su lado el campesino agobiado por su carga, su hambre y sus deudas.

Múgica no es un diletante de la revolución. Es un convencido: por vocación es un verdadero revolucionario. Fue a la lucha armada con alma limpia, sin buscar prebendas para sí mismo, como nunca lo buscó en toda su vida. Por esto en la

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revolución mexicana es la continua línea recta dibujada en el espacio por la flecha que dispara al cielo el tiempo sagitario.

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