El poder

AutorJosé C. Valadés
Páginas351-392
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Capítulo XVI
El poder
LA POLÍTICA DE CARRANZA
Mientras que el villismo y zapatismo —definidos ya ambos como
partidos políticos— condenaban verbal y públicamente, como su-
ceso antirrevolucionario, la ambición humana de poseer mando y
gobierno de la República, con el intencionado propósito de excluir
al Primer Jefe, Venustiano Carranza, de los negocios del país y de la
Revolución, el propio Carranza, por su parte, fomentaba entre sus
partidarios, bien civiles, bien guerreros, cualquier proyecto conexi-
vo a la posibilidad de ejercer las funciones de gobierno y mando, no
sin considerar que el triunfo de una causa que proclamaba la consti-
tucionalidad de la República, tenía como principal tema a realizar, el
de fortalecer el mando y determinar el gobierno de México. Y a este
fin propendía de una manera categórica, cuanto pensaba y decreta-
ba hacia los días finales de 1914.
Así, no sólo para saber qué era lo que querían todos y cada fino
de los jefes revolucionarios, sino también para dar crédito y organi-
zación al gobierno de la Revolución, Carranza muy señalada y astu-
tamente, había embarcado los apetitos de los ciudadanos armados,
pero sobre todo de las figuras primeras del Ejército Constituciona-
lista, con dirección a Aguascalientes.
Bien sabía Carranza, que una asamblea deliberante en medio de
los más atropellados y violentos sentimientos de un pueblo sublevado,
sería incapaz de dar concierto y autoridad al país.
Retrato de la élite carrancista
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Por otra parte, amante como era del imperio de la ley y del po-
der jerárquico, el Primer Jefe quería que en tanto los zapatistas y
villistas, idealizando la Revolución, destrozaban entre sí y para sí
el principio y bases de una autoridad —y tal ocurrió en el seno de
la Convención desde el comienzo de las deliberaciones— él, Carran-
za, construiría y exornaría tal principio hasta llevarlo al reconoci-
miento pleno y garantizado de una jerarquía política, administrativa
y guerrera; porque, debió pensar que no existía otra manera, si no
era la del establecimiento de un gobierno fuerte y consolidado, para
restablecer el dominio de la Constitución o cuando menos la función
conciliatoria de la Constitución y las realidades populares.
Lejos, pues, de negar la necesidad definida y central de un go-
bierno de la Revolución, al cual, para mayor sencillez y comprensión
se llamaba gobierno revolucionario, no obstante la incompatibilidad
jurídica de gobernar y revolucionar, Carranza daba albergue, calor y
decisión a ese requerimiento de gobierno constitucional gracias a lo
cual iba sembrando el respeto para él, como encargado del Poder Eje-
cutivo y el respeto para los propios jefes revolucionarios, que com-
partían sus deberes entre el mando de las armas y el gobierno civil.
La idea de gobierno, prácticamente perdida desde la subversión
contra el orden oficial iniciada en 1910, iba adquiriendo forma poco
a poco; ahora que en esta ocasión, en torno a los principios de una
jefatura que significaba o cuando menos pretendía significar, los de-
rechos de una democracia en ciernes.
Carranza, pues, no procuraba ni procuró su triunfo político en
el seno de la Convención. Lo procuraba, eso sí en el asiento de su
gobierno, en las afirmaciones constitucionales, en las promesas de
pacificación en la reafirmación del mando que se debía a sí propio a
su voluntad y carácter de persona de resolución y tenacidad.
Para esto, Carranza no empleaba ninguna fórmula de autoridad
opresora. Todo lo llevaba, no sólo con rectitud y decisión, con inte-
ligencia y autoridad, sino también con señalada prudencia, y hasta

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