El Plan de Ayala

AutorAntonio Díaz Soto y Gama
Páginas69-94
staba escrito que el minúsculo estado de Morelos —pequeño
y diminuto por su tamaño, pero no en cuanto a la intre-
pidez de sus moradores— había de ser el rincón de donde partiera
el mensaje de liberación para los campesinos de la República.
En esa región en donde la raza conquistadora extremó sus
atropellos y sus crueldades contra los vencidos, allí tenía que
aparecer el hombre encargado de dar el triunfo a las ansias
seculares de reivindicación. La tierra inmortalizada por Mo-
relos, el genial precursor, tenía que engendrar al caudillo y al
apóstol, al hombre recio y decidido que fuese capaz de impo-
ner, en los hechos, la reforma agraria, prevista y preconizada
en teoría, pero siempre objeto de aplazamientos y de subter-
fugios en la práctica.
Emiliano Zapata, con esa videncia que siempre tuvo, con
esa intuición que era su invariable característica, supo encon-
trar el momento estrictamente oportuno —casi diríamos el ins-
tante de matemática precisión— en que tenía que producir su
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1En Historia del agrarismo en México, de Antonio Díaz Soto y Gama, rescate,
prólogo y estudio biográfico de Pedro Castro, México, ERA, Conaculta,
UAM, 2002, pp. 596-609.
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mensaje, en que debía lanzar su programa y concretar sus ob-
jetivos. Ese momento era, y no podía ser otro, aquél en que,
abandonando Madero —hasta entonces indiscutido Jefe de la
Revolución— los postulados agrarios que a ésta daban signifi-
cación y fuerza, era preciso que algún otro, encabezando a la
gente campesina, tomase en sus manos la sacra bandera e in-
vitase a la Nación a seguirla.
Zapata no podía vacilar. Tenía que enfrentarse con el jefe
de Estado, con un presidente que acababa de subir al poder
en medio del aplauso y de la casi unánime aclamación de los
mexicanos, rodeado de admiración y de prestigio, con la aureo -
la del apostolado en la frente, con el respaldo de las legiones
del norte, adictas a él hasta la veneración, hasta el culto ido-
látrico; imposible contar, en esas condiciones, con el triunfo
inmediato; pero imposible también retirarse de la lucha, im-
posible rehuirla. El maderismo había tirado el guante, exigía
la rendición incondicional, aplazaba por tiempo indefinido las
reformas agrarias. Era, pues, el momento de reafirmarlas, de
insistir en ellas, de presentarlas como el objetivo de un movi-
miento que en virtud de aquella dilación y de aquellas evasi-
vas resultaba frustrado.
Zapata comprendió su destino y lo aceptó. Tenía que luchar
contra la fuerza del poder y del número; de un poder que
todos aceptaban como el único legítimo, y de un número de ad -
versarios que casi se confundía con el total de las huestes que
habían hecho triunfar la Revolución. Tendría que luchar, pues,
contra el ejército organizado y contra las milicias o fuerzas
irregulares surgidas de aquélla. Acorralado en el sur, tachado de
bandido, exhibido ante la República entera como un aborto
de la guerra civil, como un rebelde intratable, como un mons-
truo de depravación y de ferocidad, tenía Zapata que esgrimir
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LA C U E S T I Ó N A G R A R IA
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