Paz de un régimen

AutorJosé C. Valadés
Páginas11-71
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Capítulo I
Paz de un régimen
EL CENTENARIO DE LA INDEPENDENCIA
Para el común sentir de los mexicanos, en la primera década del si-
glo, el mes de septiembre era el tiempo de una primavera política
nacional, dentro de la cual se recreaban innúmeras y hermosas,
aunque endebles esperanzas de un porvenir mexicano, Y esperan-
zas de todos los géneros; porque ¿quién, al recuerdo de una epopeya
centenaria, no anhelaba conocer y disfrutar la forma primigenia de
la Independencia de México, y con lo mismo penetrar al trato del
desarrollo de los organismos públicos y humanos, particulares y ad-
ministrativos, ilustrados y populares, ideales y pragmáticos que al
través de 100 años habían dado ser y principios a la República?
Así, en medio de lo conmemorativo del septiembre de 1910
—que es el septiembre de este estudio—, emerge una pregunta que
no corresponde al espacio sideral, sino que está incluida en uno de
los primeros tiempos de la razón de gente. Tal pregunta, que no
corre del decir de unos al decir de otros; pero que sí va de una men-
te a otra mente, puesto que el silencio es un hábito que se ha hecho
durante el régimen político del general Porfirio Díaz; tal pregunta,
se repite, reza así: ¿Es dichoso, en estos días del Centenario de la
Independencia, el pueblo mexicano? Y se escribe pueblo y no indi-
viduo o sociedad, no tanto para la pluralización de las cosas, perso-
nas o pensamientos, cuanto para establecer la esencia de un carác-
ter antropológico; pues, ¿qué otra materia, sino el conjunto de los
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José C. Valadés
mundos naturales constituye el meollo de las naciones y hace inte-
ligible la felicidad de los seres racionales? ¿Cómo, si no de esa ma-
nera, podrá comprenderse el análisis y perduración históricos?
¿Qué hacer, a fin de establecer las causas, sin la unidad de las fami-
lias que dan proporción, macicez, cordura, sangre y carne a la na-
ción mexicana?
Los signos que surgen, conforme se desenvuelve la vida nacio-
nal, en torno al carácter antropológico, son de tanta magnitud, que
sólo así será posible entender el fundamento de los acontecimientos
que constituyen la gran Revolución Mexicana; gran Revolución, por
su dilatación, sus luchas, sus hombres y sobre todo por la sencillez
y humildad de su origen, que a medida que se desarrolla transforma
a la masa rural que la produjo, en individualidades que, abandonan-
do u olvidándose de su cuna, dan a México singulares clases selec-
tas para todos los designios de la vida y del espíritu humano.
Tan sorprendente es el acontecimiento, que nos obliga a interro-
gar si con ello México alcanzó la felicidad o si poseía ésta en los años
anteriores a la Revolución.
Fijemos como preliminar, que si al través de los días que enca-
ramos, la dicha hubiese sido para el pueblo mexicano materia mol-
deable, quizás los sufrimientos populares merecerían otra clasifica-
ción y no las que se dan a los que provienen de la guerra. Tal vez, se
argumenta, el régimen político, la doctrina moral, la institución jurí-
dica, la idea religiosa, la función de las ideas, la organización de la
sociedad, la distribución de la propiedad, el ejercicio autoritario, el
sistema administrativo del país no eran un sublimado esencial. Posi-
blemente, si la bondad o la malicia de las acciones humanas, durante
la época que examinamos, en vez de motivos recónditos hubiesen
tenido las expresiones claras del entendimiento general, merecerían
desde luego una calificación justa e iluminada, con lo cual nos bas-
taría para fijar la dicha de la gente común; también la dicha de la
patria. Pero no fue así.
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Y si se insiste en el tema de la dicha, es debido a que, ¿con cuál
otro vocablo se puede compendiar lo que el mundo de las criaturas
humanas y de la razón universal espera como correspondencia a
sus acciones personales, a las relaciones de sus congéneres, al res-
peto de sus autoridades, al desarrollo de su laboriosidad y riqueza,
al producto de su inventiva y buenas costumbres, y, en fin, a todo
cuanto es denotante y practicante del sentido común y del apoyo
mutuo? ¿Que otro principio si no ése, esbozado como precepto hu-
mano desde los últimos años del siglo XIX, podían perseguir el pue-
blo y el Estado mexicanos? ¿De qué otra manera, en medio de los
males y los bienes que la naturaleza concede a los seres racionales
y a las manifestaciones de éstos, si no con los hábitos del entendi-
miento y la voluntad serían capaces de existir y desenvolverse las
comunidades?
Cuanto más escudriñemos, pues, hasta dónde llegaba el vali-
miento de la dicha humana durante los años que precedieron a la
Revolución, mayor será la manera de comprender a aquella socie-
dad de 1910, que, gozando de lo conmemorativo, de lo altamente
conmemorativo, parecía —sólo parecía— ser dichosa.
Es incuestionable, que durante aquel mes, florido en elegancias
literarias y mundanas, todo era tranquilo y plácido dentro del mun-
do oficial de México; mundo que había obtenido la omnipotencia de
muchos poderes, de innúmeras distinciones, de grandes artificios y
de inequívocas cualidades administrativas y autoritarias. Sin embar-
go, para el otro mundo, el popular, el cuadro de la vida era tan es-
céptico —misoneísta, también— como el del hombre de las tierras
áridas, que cuando siente la cercanía del solsticio de verano y cán-
dida, sosegada; incrédulamente observa el movimiento de los vien-
tos, la humectación atmosférica, el calor de los rayos solares y la
meteorización de la tierra, con el conformismo de su porvenir —el
porvenir de gente y de su patria, que todavía no tiene más significa-
do que el de un rincón de tierra y cielo.

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