Partidos y democracia (¿"porque amores que matan nunca mueren"?)

AutorVíctor Hugo Martínez González
CargoDoctor en Ciencia Política por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales-México
Páginas139-165

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Dice una canción de Joaquín Sabina: el amor empieza a irse ahora que no te pido lo que me das. La relación partidos-democracia, celebrada hace bien poco como un triunfo a la muerte de los regímenes auto- ritarios, sufre de esa misma paradoja. Nunca como hoy la democracia reina a nivel internacional, pero su reinado padece de un gran escepticismo hacia los partidos políticos. Este recelo no es, sin embargo, nuevo.

En 1902, en el primer estudio sistemático de partidos, Ostrogorski escribía: "los partidos han sido exitosos para asegurarse el control del gobierno, pero han fracasado miserablemente en sus funciones representativas" (1964: 539). Ciento seis años después, la relación partidos-democracia continúa siendo problemática. Sabemos que se necesitan mutuamente, que juntos hacen un gobierno deseable, pero

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también hemos descubierto que las democracias partidarias pueden ser poco democráticas.

En ese contexto, en el que la relación partidos-democracia es apropiada pero no plenamente satisfactoria, la literatura comporta dos "novedades". Por una parte, la crítica democrática de la democracia (O'Donnell, 2007), donde estarían propuestas como las "democracias delegativas" (O'Donnell, 1992), "exigentes" (Pasquino, 1999), "ciudadanas" (O'Donnell, 2003), o "de calidad" (Cansino y Covarrubias, 2007; Morlino, 2005; Schmitter, 2005). Por la otra, teorías partidistas configuradas como postdebate al debate agotado de la crisis de los partidos (Mair, 2007, 2006, 2004; Biezen, 2004). Ambas sendas investigativas sobrevienen a discursos teóricos considerados en su momento (casi) definitivos: la teoría de la consolidación democrática y, segundo, la hipótesis de la crisis del concepto crisis de partido. Esta nueva vuelta de tuerca supone un tardío pero valioso mea culpa. "Ahora que" por fin las democracias partidarias son dominantes, sus estudios (de teoría democrática y teoría partidista) retoman argumentos normativos que antes excluyeron: no basta la democracia sin calidad, los partidos no deben gobernar sin representatividad, se frasea de un tiempo a la fecha.

Planteado lo anterior, este artículo posee dos objetivos: 1) estimar, como signo de la conflictiva y nunca romántica relación entre partidos y democracias, las agendas investigativas que precedieron al actual debate por la calidad democrática y los partidos (otra vez) representativos; 2) apuntar, a efecto precisamente de las últimas reformulaciones académicas, que el mejor funcionamiento de los partidos es una condición necesaria, pero no suficiente, para la calidad democrática.

Si el desencanto es un fenómeno genérico del proceso democrático (Schmitter, 1991: 115), vale decir, para espantar decepciones imprevistas, que este ensayo no resuelve ningún problema teórico o empírico. Más bien lo contrario. Su afán es esbozar ciertos desencuentros (conceptuales, fácticos, crónicos y/o coyunturales) de la relación partidos-democracia que conspiran contra una alianza menos accidentada y precaria. Amores que matan nunca mueren, dice otra de las canciones de Sabina que poetizan el exceso. Sin ser éste el caso por

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cuanto la interconexión partidos-democracias está más allá de la retórica, dicho lazo no está libre de numerosos y peliagudos impasses de orden histórico, académico y/o político. Algunas de esas encrucijadas desfilarán también por estas páginas como consecuencia de su propio relato.

Un pórtico necesario

Los partidos políticos, se cree y pregona, ejercen una representación política democrática. La frase, común y repetida, conjuga tres elementos no fáciles de definir. No voy a elaborar aquí la arqueología de sus complicados significados, pero me interesa sentar una premisa: democracia, representación y partidos son conceptos ideal y analíticamente convergentes, pero sus propias trayectorias intelectuales y empíricas hacen su im/probable unidad contingente (incierta) y no ineludible (absoluta).

Democracia es el concepto más antiguo de los tres. Su prestigio, se sabe, debió remontar el rechazo que en épocas clásicas sentían por ella autores como Platón o Aristóteles. La democracia no nació con partidos, ni tampoco el principio de representación le fue inherente. En su momento fundacional, la democracia no era representativa. Su raíz, que hoy nos parece inseparable de la libre elección de gobernantes, fue durante siglos el sorteo y no la elección (Manin, 1998; Marcos, 2000). Hasta el siglo XVIII, como puede constatarse en obras como El Espíritu de las Leyes (Montesquieu) o El Contrato Social (Rousseau), la elección de gobernantes fue apreciada como un método aristocrático.

El significado de la democracia, vemos entonces, atraviesa un largo viaje histórico, inspirado por la ilusión de que los ciudadanos tengan gobiernos que los representen. De alguna manera, su estudio ha sido el descubrimiento de obstáculos a esa ilusión. Ya en 1939, cuando la ciencia política estaba en pañales, Merriam era poco optimista sobre la plena concreción del sueño: "es casi imposible que los electores puedan, en un momento dado, obtener el control del gobierno. No es que nuestro sistema electoral se proyecte para dificultar el control popular,

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pero en la práctica eso es lo que ocurre" (Merriam, 1941: 51. En esa misma línea, véase también Manin, Przeworski y Stokes, 2004).

Proteger la ilusión democrática, así sea reajustándola, es una asidua ruta académica. Dahl, desde 1953, ha trabajado sobre los procesos, requisitos, condiciones y criterios de la democracia (Dahl, 1982, 1987, 1989, 1992, 1999). La democracia, por él definida como "el sistema político entre cuyas características se cuenta su disposición a satisfacer entera o casi enteramente a todos sus ciudadanos" (1989: 13), merecería en sus investigaciones la conocida denominación de "poliarquía". Sobre las democracias existentes, recuerdo muy bien una sentencia de un profesor en mis cursos doctorales: la teoría de la poliarquía ha dicho ya todo. Para las teorías de la calidad democrática resulta, sin embargo, que ello no es así. De hecho, el debate post-poliarquía define una democracia de baja calidad como una que cumple con los requisitos de Dahl, pero no satisface aún otros criterios demo- cráticos (Mazzuca, 2007: 42).

Si Dahl, pongámoslo de este modo, utilizó una estrategia sustitutiva mediante la que la ilusión democrática fue resguardada intercambiando el vocablo democracia por el de poliarquía, de un tiempo a la fecha otra estrategia, adjetiva y aditiva, viene ganando espacio en la literatura. Democracias ciudadanas, de desarrollo, auditadas, de calidad, etcétera, son adjetivos democráticos con un denominador común: sumar nuevos atributos a los que ya Dahl hubiera propuesto. En el fondo, lleva razón Munck (2007: 26); el problema sigue siendo el mismo: la búsqueda, sin un hallazgo último e indisputado, de una respuesta a la pregunta por el significado de la democracia. ¿Qué es la democracia? ¿Un sistema político (Dahl); un arreglo institucional (Schumpeter, 1996); un régimen, pero también una forma de Estado (O'Donnell, 2007); una forma de sociedad (Lefort, 1990; Castoriadis, 2000)? "What is democracy?", como Munck lo advierte, es -más acá de alguna "novedad"- el objeto de estudio de las teorías sobre la calidad democrática. Democracia, cierro aquí su pórtico, no es un término de fácil resolución.

Con el concepto de representación las cosas no son menos intrincadas. Veamos. Si la representación existía en la polis clásica como un medio aristocrático para seleccionar magistrados, consejeros o tribunos (Manin, 1998), la representación "democrática", la que hoy

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entendemos y defendemos como indispensable, no fue compañera del nacimiento de la democracia. Su invención, siglos después, es un legado de revoluciones históricas (inglesa, estadounidense y francesa) que generarían ideas radicalmente modernas, tales como la existencia de ciudadanos y, sobre todo, la consideración de que toda autoridad legítima procede del consentimiento sobre aquellos que va a ejercerse. Hobbes, aunque tampoco le es muy reconocido, sería uno de los primeros en reputar a los ciudadanos como fuente de legitimidad.

Pero incluso los gobiernos modernos serían, hasta la segunda mitad del siglo XIX, representativos pero no democráticos. Dicha representación, depositada en grupos legislativos al servicio de un pequeño y prominente sector de la sociedad, prescindiría de los partidos (únicas organizaciones, por entonces emergentes, capaces de incluir a las masas en la política). Más aún: para los fundadores del gobierno representativo moderno la creación de partidos fue percibida como una amenaza para la libertad del individuo. La reunión contingente de la democracia, la representación y los partidos (de masas) sería, pues, comprendida originalmente como una crisis del gobierno representativo (Ostrogorski, 1964), un peligro para el parlamentarismo (Weber, 1967), o peor todavía, un disparo letal al corazón de la democracia (Michels, 1962).

Si históricamente el principio de la representación ha sido variable, su archivo conceptual tampoco desmerece en complejidad. "Re-presentación", define Pitkin (1985), es hacer presente en algún sentido algo que, sin embargo, no está presente de hecho. Representación, según esto, consiste en una sustantiva actuación por otros que, por ser o tener que ser "sustantiva", hace de ella un concepto enrevesado. Qué se representa y cómo se le representa "sustantivamente" son así preguntas detonadoras de debates (Bobbio, 1986). Entre éstos figuran: 1) la visión del representante como un delegado sin libertad o con cierta capacidad de interpretar los intereses de otros; 2) la prohibición del mandato obligatorio a fin de que el representante vele por intereses nacionales y no particulares; 3) la ¿falacia o validez? de la representación...

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