Historia y paisaje. Explorando un concepto geográfico monista

AutorPedro S. Urquijo Torres/Narciso Barrera Bassols
CargoProfesores del Centro de Investigaciones en Geografía Ambiental. Universidad Nacional Autónoma de México, campus Morelia. Correos electrónicos: «psurquijo@ciga.unam.mx» y «barrera@ciga.unam.mx»
Páginas227-252

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Naturaleza-sociedad

El estudio científico sobre las relaciones o polarizaciones entre los componentes naturales y los sociales en un espacio no es de ninguna manera novedoso. En los últimos cien años, tan sólo la antropología -en su orientación ecológica- y la geografía han estudiado los vínculos entre diversas colectividades humanas y sus ambientes. La antropogeografía, la ecología cultural, la antropología cognitiva, la ecología humana, la ecología del paisaje o la etnoecología, son algunos de

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los enfoques desde los cuales se ha indagado en torno al vínculo naturaleza-sociedad (Milton, 1996; 1997). En distintos momentos y con argumentos diversos, se ponderó acríticamente la hegemonía de la una sobre la otra. Dicha polaridad fue reforzada por una rígida división académica del trabajo y de estructuras institucionales divididas en "ciencias duras", físicas y biológicas, y en "ciencias blandas", sociales y humanidades. Sin embargo, como referente epistémico, dicha dicotomía se ha vuelto por demás inoperante ante la emergencia de nuestras realidades ambientales.

A finales de la década de los ochenta, el sociólogo de la ciencia Bruno Latour enfatizaba el equívoco epistémico de varios científicos que pretendían realizar sus investigaciones a partir de conceptos puros, derivados de posturas dualistas: "ya no son términos explicativos, sino, por el contrario, requieren de una explicación conjunta" (Latour, 1989: 108). El cuestionamiento al análisis dicotómico naturaleza-sociedad fue un asunto común para varios investigadores que, como Latour, notaron la inoperancia de una perspectiva dual. Entre ellos, podemos mencionar a Edgar Moran (1990), Timothy Ingold (1992), Arturo Escobar (1996) y Philippe Descola (2001). Los argumentos y debates al respecto generaron la paulatina desaparición de las viejas nociones de naturaleza y sociedad, como campos de análisis independientes, y emergieron conceptos aparentemente integrales, tales como "biodiversidad", "socioambiente", "biocultura" o "naturaleza híbrida" (Escobar, 1999). La aparición de estos conceptos evidenció la preocupación por formular investigaciones integrales e interdisciplinarias, pero también puso de manifiesto los vacíos epistémicos y/o las ambigüedades conceptuales de los científicos o grupos de científicos formulantes.

Por un lado, especialistas biofísicos -principalmente biólogos y ecólogos- interesados en la integralidad o en la "complejidad" de la pregonada "posnormalidad", pero ajenos a las teorías sociales, realizaron investigaciones que, debido a la misma lejanía en el manejo de dichas teorías y al sesgo de donde emanaban, resultaron en meras crónicas monográficas sostenidas en datos cuantitativos, cargadas de terminologías biológicas aplicadas arbitrariamente a fenómenos y factores sociales: "análisis cualitativo de los ecosistemas", "evolución

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cultural", "metabolismo cultural", entre otros. En estos casos, el análisis integral se resolvió con aparejamientos semánticos de dudosa confección (Urquijo, 2008c).

Por otro lado, algunos investigadores formados en las ciencias sociales, partidarios de los modelos teóricos construccionistas radicales, llevaron al extremo la integralidad naturaleza-sociedad, al grado tal de negar la existencia de una realidad biofísica prediscursiva y presocial de la naturaleza. Desde este enfoque, el mundo era incognoscible o carecía de sentido en sí mismo. La confusión se dio, en parte, por la no distinción de la "naturaleza" como cosa -suppositio simplex-, como concepto -suppositio naturalis- o como nombre -suppositio personalis- (Jacorzynski, 2004). Como señalan David Saurí y Martí Boada (2006), procesos como la fotosíntesis, la polinización o la fuerza de gravedad existen plenamente y no son una construcción humana -aun cuando son humanos los que le dan nombre y explicación-. Lo que debe cuestionarse, más bien, no es la preexistencia del mundo biofísico -cuestionamiento de tipo ontológico-, sino las percepciones que se tienen sobre ese mismo mundo biofísico -cuestionamiento de tipo epistémico-.

En la actualidad resulta, por tanto, más que imperante repensar los modelos de análisis de las complejidades ambientales, cuestionando los postulados universales de la ciencia como unívoco pensamiento objetivizante, y a través de un análisis contextual que permita no hacer distinción entre los aspectos naturales y los sociales del medio (Urquijo, 2008c). Como punto de partida, nuestra sugerencia es asumir una postura monista, en que la naturaleza y la sociedad se ubican inseparablemente en un marco común o como una totalidad, enfatizando la vinculación holística del ser humano en los procesos ecológicos e incluyendo aspectos que las ciencias biológicas pasaban por alto, tales como la mente humana, la religión, el ritual y la estética (Rappaport, 1997; Hornborg, 2001). La postura monista en el análisis ambiental nos permite superar la falsa dicotomía que ponderan las tesis dualistas y que suponen los órdenes naturaleza y sociedad como sistemas separados y autónomos, o, en el mejor de los casos, sutilmente matizados desde el enfoque de las esferas dialécticamente interconectadas por flujos de complementos y suplementos (Pálsson, 2001).

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Herencia de la filosofía clásica, presente en la metafísica estoica y en los postulados neoplatónicos de Plotino, el monismo -del griego monás, "unidad"- es una de las nociones más fecundas, la cual, en su origen, hace alusión a un universo formado por una sola sustancia, en la que los elementos divinos, naturales y humanos son una y la misma cosa. Dicho pensamiento clásico sirvió como base para que en el siglo XVII el filósofo holandés Baruch Spinoza planteara una solución al dualismo cartesiano, a través de un sistema monista: dentro de la unidad, sólo hay una sustancia; no existe diferencia real entre la piedra, el ser humano o la nube. El mundo sensible, el que nos rodea, es ilusorio. La distinción es la "afección de la sustancia" (Xirau, 2000). Lejos de las implicaciones teológicas que la noción de monismo puede presentar en su devenir epistémico, existe un entendimiento contemporáneo -particularmente en la filosofía antropológica-, en el que se coloca a la naturaleza y a la sociedad en un proceso homeostático, siempre complejo, cambiante e impredecible. El reto está en encontrar los medios teóricos y los instrumentos prácticos adecuados para afrontar los estudios interdisciplinarios desde este enfoque epistémico. En el presente artículo, proponemos una posibilidad.

Para aproximarnos a una postura monista, debemos referirnos a la geografía, disciplina cuyo tema central es -o debería ser- la relación intrínseca naturaleza-sociedad, independientemente de los diversos enfoques de tipo dualista o monista que la abordan o de los campos de especialización de sus practicantes. En este sentido, el paisaje es un concepto clave en el abordaje de investigaciones referentes a la configuración territorial, establecimiento de redes y escalas espaciales, percepción, intervención y/o manejo de la naturaleza. La perspectiva de paisaje es una forma viable para la realización de investigaciones con enfoques monistas, y que además posibiliten la interdisciplinariedad y la transdisciplinariedad.

¿Pero qué es paisaje?

Llamamos paisaje a la unidad espacio-temporal en que los elementos de la naturaleza y la cultura convergen en una sólida, pero inestable

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comunión. Se trata de una categoría de aproximación geográfica que se diferencia del ecosistema o geosistema (Sochava, 1972) -concepto que explica el funcionamiento puramente biofísico de una fracción de espacio (García, 2002)- y del territorio -unidad espacial socialmente moldeada y vinculada a las relaciones de poder (Raffestin, 1980)-, en que en el paisaje confluyen tanto los aspectos naturales como los socio-culturales; de tal forma que resulta ser la dimensión cultural de la naturaleza (Sauer, 1995; Ojeda, 2005), o bien, la dimensión natural de la cultura. La concepción del paisaje implica así una posición unificadora frente a la dicotomía naturaleza-cultura -común en el pensamiento científico dominante- que dificulta cualquier comprensión ecológica y social, del ayer, del hoy y del futuro (Urquijo, 2008a).

Más allá del ámbito científico, el ser humano, de forma individual o colectiva, se encuentra en cotidiana interacción con sus paisajes de manera inextricable. Vestimenta apropiada para el clima, instrumentos adecuados para surcar el relieve, vistosas veredas entre árboles frondosos, canales de desagüe, palapas veraniegas, avenidas y barrios citadinos o milpas en ladera, son tan sólo algunas de las adaptaciones culturales con las que los seres humanos modifican ética y estéticamente sus naturalezas, acorde con sus muy particulares condiciones espaciotemporales y de acuerdo con sus contextos. Por ello, cualquier estudio de paisaje es sólo parcialmente comprensible sin su historia social. Al adentrarnos en la historicidad de un paisaje, accedemos a la identificación de las recreaciones, continuidades o rupturas de las lógicas en la permanente transformación del medio, pues las formas paisajísticas son definidas en diferentes momentos históricos, aunque coexistentes en el momento actual (Santos, 2000; Contreras, 2005). La historia del paisaje nos permite así conocer cómo las colectividades humanas han visto e interpretado el espacio inmediato, cómo lo han transformado y cómo han establecido vínculos con él.

Si el paisaje se entiende e interviene en función de los contextos espacio-temporales y de diversos sujetos sociales, debemos considerar, entonces, distintas formas de percepción e intervención paisajística. Por ello, en un mismo...

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