Los actores culturales entre la tentación comunitaria y el mercado global: el resurgimiento del Son Jarocho

AutorIshtar Cardona
Páginas213-232

Ishtar Cardona. Doctorante en Sociología en el Institut des Hautes Etudes de l’Amérique Latine, Paris III–Sorbonne Nouvelle. Dirección electrónica: ishtarcardona@yahoo.fr

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Introducción

Las políticas culturales y la producción artística en México constituyen un campo de investigación fértil que ha dado origen a numerosos estudios, los cuales nos permiten construir una visión precisa y documentada sobre el fenómeno en general. Sin embargo, no ocurre lo mismo con las relaciones entre creadores culturales, Estado y sociedad en el periodo de mutación económica y política de los años ochenta hasta la fecha.

Cuando nos referimos a los creadores culturales en México estamos hablando de sujetos muy fragmentados, en transición. Sus lazos con las instituciones se debilitan a la vez que ellos mismos se encuentran de más en más sometidos a las variaciones y riesgos del mercado, un mercado que se manifiesta actualmente bajo el signo de la globalización. En este contexto, ¿pueden los artistas erigirse en actores culturales cuyas creaciones sean portadoras de nuevos significados, de un nuevo imaginario donde se reconozcan otros actores, otros segmentos de una sociedad también fragmentada?

México conoció en el pasado importantes movimientos culturales relacionados con el Estado y la política. En un periodo de repliegue del Estado y de descomposición del sistema político nacional, ¿pueden los creadores culturales hacer emerger nuevos movimientos culturales o están condenados a ser absorbidos por el mercado mundial?

Esta tensión existente entre la nostalgia de una estructura reguladora de los contenidos simbólicos nacionales y la aceptación de reglas de mercado que no necesariamente reconocen las particularidades regionales se manifiesta de forma característica en el caso de los músicos de Son Jarocho, particularmente en aquellos que hoy en día practican el género desde las intersecciones de una tradición a la que le cuesta definirse a sí misma.

A lo largo del presente texto, se busca estudiar el advenimiento de nuevas formas de acción colectiva, que únicamente resultan posibles en el marco del declive del modelo de Estado-Nación, mediante el análisis de la recomposición identitaria que ha acompañado a la reactivación de una práctica musical local. Práctica que afirma sus referentes históricos en una tradición validada desde lo comunitario, pero que para subsistir debe de establecer un diálogo con lo exterior (que ya no es simplemente nacional). Este diálogo se da en términos estratégicos y de reproducción material, pero también en términos de la búsqueda de sentido de la acción cultural. Lo local, o los agentes de lo local, confrontados al contexto actual, transitan hacia lo global, y en ese tránsito se transforman, mediante la reflexión sobre su acción, en actores culturales.

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De la historia reciente del Son Jarocho

El Son Jarocho es producto del mestizaje, o en todo caso hibridación, de distintos universos culturales (arabo-andaluz, nahua, africano, napolitano, canario), además de que ha recibido distintas influencias y se ha movido en contextos diversos a lo largo de la historia de su constitución; pero esta múltiple adscripción no se ha detenido en la mera estructuración de una narrativa estética, sino que ha abierto el juego múltiple de espejos de las pertenencias identitarias.

Recordemos que la música de Veracruz experimentó un cambio de escenario –y por lo tanto de códigos de representación– hacia la década de los años cuarenta: la campaña electoral de 1946 que llevaría a la presidencia a Miguel Alemán se realizó a ritmo de son a fin de neutralizar las acusaciones de entreguismo al capital extranjero que se le hacían al candidato veracruzano del flamante PRI. Ya hacia los años treinta, la creación de una zona de extracción petrolera en Minatitlán había provocado procesos de recomposición social que necesariamente afectaron las formas tradicionales de vida. Pero es la incorporación del son jarocho al repertorio de manifestaciones culturales administradas desde el Estado lo que va a originar su alejamiento de la raíz comunitaria y su consecuente folklorización. Esta administración de una expresión regional localizada, como tantas otras en el caso mexicano (el mariachi, la charrería, la artesanía), operó como vaso contenedor de las proyecciones identitarias necesario a la conformación de un discurso nacional, y fue asumido efectivamente, por el conjunto social.1

La estética más conocida del son jarocho reposa sobre el cliché de músicos y bailadores vestidos de blanco, danzas de gran escenificación e interpretaciones musicales en las que el virtuosismo juega un papel fundamental. Se trata aquí de una narrativa de consumo, estructurada de acuerdo a las lógicas de un mercado de entretenimiento y según los requerimientos de presentación de un “folklore nacional”. En consecuencia, los gestos y materiales que alguna vez compusieron la tradición rural del son sufrirán un proceso de estilización necesario a su nuevo contexto de representación: los trajes se uniformarán y se tornarán más vistosos, el arpa se agrandará con el fin de disponer de un mayor número de escalas tonalesPage 216 y al mismo tiempo permitir que se toque de pie, y finalmente el fandango, la fiesta contenedora del son, será olvidado para dar paso a las danzas de escenario, las cuales al volverse más complejas y masivas dejarán de lado la tarima que servía para bailar los sones de pareja o de montón.

Músicos como Lorenzo Barcelata, Andrés Huesca, Lino Chávez, Nicolás Sosa, y grupos como el Conjunto Tlalixcoyan, Los Nacionales, el Conjunto Tierra Blanca, el Conjunto Medellín o los Tiburones del Golfo instituyeron prácticas definidas sobre la ejecución del son jarocho, así como gramáticas de representación muy concretas que derivaron en lógicas de identificación inmediata hacia esa estética particular del son de Veracruz. El cine nacional retomará los tipos jarochos precisamente por esa definición gráfica que permite que se les identifique fácilmente. Al mismo tiempo, el Estado-Mecenas, que hasta bien entrada la década de los ochenta administró con mano férrea la Cultura Nacional, impulsará la creación de compañías folklóricas los cuales no pocas veces incluirán cuadros jarochos al final de la función, es decir, para cerrar en el punto más alto del juego escénico.

Muchos son los músicos que migran a la Ciudad de México para tocar en foros abiertos a la representación de lo “nacional”: estaciones de radio como la XEW, la XEQ y la B Grande de México; centros sociales como el Casino Veracruzano, y centros nocturnos como el Sans Souci, el Follies y el Bremen. Varios de los conjuntos que hicieron de la vida nocturna un medio de trabajo viajan hacia el norte para integrarse al programa musical de sitios de espectáculo en Tijuana y Los Angeles. Debido a la existencia de un público deseoso de recuperar reflejos de un lugar de origen lejano, California se vuelve un sitio común de presentación de estos ensambles que darán origen al nacimiento de otras agrupaciones integradas por mexico-americanos, a la vez que se fundan conjuntos interesados en el estudio y ejecución de la música de Veracruz impulsados por investigadores universitarios de la Universidad de California – Los Angeles o de de la Universidad de California –Northridge.

Hacia principios de los años setenta, algunas voces comienzan a cuestionar la lógica estética imperante en el son jarocho, y se proponen “rescatar” la auténtica tradición musical veracruzana, oculta bajo los zapatos de charol y los abanicos de plástico. Jóvenes músicos, historiadores y antropólogos, en su mayoría originarios de la región, comienzan por buscar y sacar del olvido a los viejos jaraneros rurales, a los que nunca se profesionalizaron pero que eran reconocidos en los antiguos fandangos. Estos viejos músicos serán una fuente abundante de información que será aprovechada a través de grabaciones de campo o mediante su incorporación a nuevos ensambles musicales. El rescate más significativo fue el de Arcadio Hidalgo, viejo músico y decimero fallecido en 1984, quien realiza dos gra-Page 217baciones discográficas: la primera en 1969 y la segunda en 1981 ya con el grupo Mono Blanco. Posteriormente se intentará reactivar el fandango como fiesta comunitaria tradicional y se crearán talleres de música y zapateado en varias poblaciones, principalmente de la región de los Tuxtlas.

Estos fandangos atrajeron en un primer momento a los músicos que habían participado en las fiestas de tiempos idos, para más tarde incorporar a jóvenes y niños. Hoy en día, se habla de un resurgimiento del son jarocho, producto de este “rescate de la tradición” llevado a cabo por aquella generación de jaraneros que a lo largo del tiempo han creado ensambles entre los que se cuentan Mono Blanco, Zacamandú, Tacoteno, Chuchumbé, y Los Utrera.

La reconstitución de la tradición

Al tiempo que observamos en el son jarocho una consolidación tanto en el proceso de reapropiación de su espacio de acción como en la generación de un discurso de presentación de sí, podemos decir que asistimos al nacimiento de actores que se consideran integrantes de lo que denominan Movimiento Jaranero o Movimiento Sonero, músicos que pretenden volver conciente el proceso de creación musical y darle visibilidad a su acción. Acción que debe de mantenerse dentro de los límites de una memoria regional precisa. Sin embargo, no podemos decir que estemos presenciando un retorno unilineal del viejo son jarocho: las lecturas que se realizan sobre la “tradición” y qué hacer con ella son múltiples. Si bien es cierto que ya es posible delimitar una cierta narrativa histórica del son jarocho común a todos los integrantes del movimiento, también es cierto que las filiaciones estéticas difieren...

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