La Nueva España en el proceso de convocatoria a Cortes

AutorFernando Serrano Migallón
Páginas291-310

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X. LA NUEVA ESPAÑA EN EL PROCESO DE CONVOCATORIA A CORTES

Tampoco es mala muestra que han dado de su saber los diputados de América en las Cortes […] Doble número de oradores ha habido entre los americanos atendido su corto número que entre los europeos; y se puede decir que casi no se han visto discursos sólidos y elocuentes, sino cuando ellos se debaten […], y que los unos se tomaron de entre pasajeros en la Isla de León, y los demás fueron elegidos a la suerte ciega por los ayuntamientos de las capitales de América […] En una palabra: si los primeros decretos del Congreso sobre la soberanía del pueblo, libertad de imprenta e igualdad de los americanos sorprendieron a la Europa, que no aguardaba tal de la ignorancia de los españoles, se debieron al influjo y unanimidad de la diputación americana, que aún intentaba mucho más para salvar a España […] Venga usted a decirnos después de esto que no estamos capaces de gobernarnos.

SERVANDO TERESA DE MIER, “Segunda carta

de un americano a El Español sobre su número XIX.

Contestación a su respuesta dada en el número XXIV”,

publicada en Londres, 1812

1. LOS SOCORROS DE LA NUEVA ESPAÑA

La invasión napoleónica produjo en la Península la dispersión y atomización del poder —la España de Taifas que decía Díez del Corral— en medio de lo cual la Junta Central pudo mantener cierta unidad, pero no plena, ni mucho menos firme.

Esta situación incidió en su capacidad militar, pero también fiscal. Desde su creación, la Central había declarado solemnemente su compromiso en torno al problema hacendario, primero prometiendo un gasto de auste-291

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ridad (“establecerá una perfecta economía en todos los ramos de administración: cortará de raíz todos los abusos…”), luego reconociendo la existencia de la deuda pública (“reconoce solemnemente la deuda nacional; y de-clara que en todos aquellos créditos y cuentas que hubiere contra la Real Hacienda no liquidados, o que aun cuando lo estén sean susceptibles por sus vicios de alguna rectificación y reparos, procederá a purificarlos…”), y finalmente prometiendo que periódicamente daría a conocer la suma total de los caudales que produjeran las rentas, donativos y contribuciones de España e Indias, con su distribución, procurando que la exacción se hiciera con igualdad.1La estrategia de la Central de ofrecer un temprano reconocimiento de la deuda, así como la promesa de realizar las exacciones de manera equitativa, suponía ofrecer garantías para optar a nuevos créditos, que le eran vitales: urgentes. El gobierno podía exigir cantidades determinadas en concepto de donativos voluntarios que, sin embargo, causaban descontento y hasta resistencia; lo más frecuente fue recurrir a préstamos forzosos o anticipos en los que las autoridades ofrecían medios para su amortización, habitualmente empeñando las contribuciones futuras. La escasez de contribuciones ordinarias y las condiciones deficitarias en que operaba la Central, la obligaban a cuidar el crédito, y esto suponía, en fin, reconocer al menos la existencia de la deuda y mostrar cierta voluntad de hacerla pagadera, sobre todo aquella que se venía acumulando desde el reinado de Carlos IV, en que se había recurrido ampliamente a instrumentos tales como los juros, vales reales y la enajenación de capital de obras pías.

Los servicios de la deuda interna acumulada eran impagables de momento, pero el gobierno interino debía en todo caso reconocer solemnemente la vigencia de los compromisos adquiridos —incluidos los intereses vencidos, y por vencer—, puesto que su ingreso dependía de préstamos. La deuda fue aumentando sin ningún control, por ejemplo: siendo las contribuciones ordinarias insuficientes y su distribución prácticamente imposible, fue lo más frecuente que las autoridades militares solicitaran innumerables suministros a la población, consistentes en confiscar indiscriminadamente alimentos, ganado y cualquier tipo de bienes necesarios, por los cuales se firmaba un documento con la descripción de lo que se había tomado, y la promesa de que se pagaría en mejor momento.

En fin, la Junta Central no recibía mayores recursos por vía de contribu-

1 Véase documento fechado el 13 de octubre de 1808. Citado en Fernández Martín, Derecho parlamentario español, Congreso de los Diputados, Madrid, 1992, tomo I, p. 417.

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ciones que las que provenían de Sevilla y Cádiz, sobre las que tenía algún control directo. Eran fuentes importantes de recursos, ciertamente, puesto que ahí se concentraban contribuciones y algunos capitales americanos, pero tras la batalla de Ocaña la situación se tornó delicada. La Central se vio obligada a abandonar precipitadamente Sevilla, dejando en manos del enemigo importantes recursos materiales (incluidos los almacenes de la fábrica de tabacos). Aunque siguió recibiendo cuantiosos recursos america-nos, su situación económica empeoró; en la isla de León, el 12 de enero de 1810, se vio en la necesidad de pedir una contribución extraordinaria de guerra, consistente en un nuevo impuesto general que habría de aplicarse sin distinción de rango, estado o territorio, que habría de gravar con arreglo a una estimación objetiva de la riqueza de cada quien: “todos los habitantes de estos reinos paguen un tanto proporcionado a sus fortunas y caudales”. Principio fiscal moderno y necesario, pero impracticable en el momento.2La fuente de recursos más importante para la Central, en todo caso, no sería precisamente aquella proveniente de las contribuciones hechas en España, sino la ayuda proveniente del exterior: de Inglaterra por una parte y, por la otra, de las Indias. Los británicos prestaban asistencia a la Central en términos materiales y militares; pero además, la flota británica protegía los embarques de dinero en plata que salían de los puertos americanos de Veracruz, Cartagena, Buenos Aires y Lima, hacia Cádiz. La llegada de dinero procedente de América a título de auxilios, préstamos, contribuciones, pagos de exportaciones peninsulares y excedentes de las cajas indianas, representó la fuente más importante de recursos de la Central. No obstante, los movimientos insurgentes que la crisis de la Monarquía desató en América amenazaban desde luego esta ayuda insustituible: en la Nueva España se produce un coup d’ État dirigido por los peninsulares contra el virrey —que había escuchado la propuesta de llamar una asamblea del virreinato—, en Caracas y Buenos Aires se inician igualmente movimientos tendientes a dividir a los grupos gobernantes; en La Habana, Guatemala, Santa Fe de Bogotá, Quito, Lima, Santiago de Chile, se forman juntas de notables que reclaman su autoridad. Todo ello preocupa desde luego a la Central que necesita urgente y crecientemente de los recursos americanos para su existencia.

En la Nueva España, sin embargo, los grupos políticos del virreinato lograron conservar cierta unidad en medio de las divisiones internas, supri-

2 Miguel Artola, La Hacienda del siglo XIX, Progresistas y moderados, Alianza, Madrid, 1986,
p. 30.

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miendo o controlando hasta cierto punto la confusión e incertidumbre abierta por el cambio de manos de la Corona en 1808, la invasión de los ejércitos imperiales a la Península y la formación en España de diferentes juntas provinciales que se consideraban soberanas y supremas, incluso impidiendo en su momento el inmediato triunfo insurreccional iniciado en septiembre de 1810 por Miguel Hidalgo y Costilla.

Un Informe muy reservado, fechado en abril de 1809, dirigido a la Central explica el estado en que se encuentra la Nueva España: los ánimos políticos que la agitan que, de momento, parecen de incertidumbre y pasmo, pero con serios conflictos latentes. El autor es el canónigo Pedro de Fonte, asistente del Arzobispo de México, Francisco Xavier Lizana y Beaumont, y comienza su Informe para la Central con una nota relativamente tranquilizadora: “México y sus provincias continuarán, como hasta aquí, bajo la suave dominación española, mientras las autoridades y europeos que hay en ellas conserven la lealtad y patriotismo que subsiste y han acreditado”. En seguida propone una serie de medidas para afianzar esa dominación, comenzando por describir a la población de México, dividiéndola en europeos, criollos, indios y castas: “por los sentimientos y conducta que se han notado en cada una de estas cuatro clases, se puede asegurar que ninguna es adicta al gobierno francés, ni otro alguno extranjero […] Sin embargo un sordo murmullo ha interrumpido más de una vez el sosiego de las personas públicas y privadas por los escritos, que se han denunciado, dirigidos a establecer la separación e independencia de estos dominios”. Explica que son los criollos, y no todos, los que aspiran y promueven tales cosas: “los anónimos y pasquines que se han recogido y conversaciones que sobre esta materia se han denunciado, se reducen a ponderar el perjuicio que aquí se experimenta con la extracción de caudales para la Península y con la provisión de empleos en sujetos que vienen de ella”. Y advierte que es muy reciente la idea de independencia: “Esta porción descontentadiza, que a sus ideas fanáticas reunía desde el mes de agosto anterior [1808] los más vehementes deseos de realizarlas, consideraba hallara su dicha en la retención de los tesoros y usurpación de los empleos”.3 Recomendaba, pues, una aproximación prudente de la Central hacia las principales instituciones novohispanas; que las halague y les prometa, para que no inventen novedades:

3 El informe aparece íntegro en David Brading, El ocaso novohispano: testimonios documentales, CNCA, México, 1996, pp. 285-311.

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1ª Que se den particulares gracias a la Real Audiencia por el celo y patriotismo que...

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