Neurociencias: una introducción para abogados

AutorGerardo Laveaga
Páginas95-109

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Gerardo Laveaga*

SUMARIO: 1. La culpabilidad desde la óptica jurídica; 2. La apuesta de Lombroso; 3. Introducción zoológica a la neurociencias; 4. La libertad de los seres humanos; 5. Las neurociencias; 6. Implicaciones jurídicas.

SOY UN ABOGADO particularmente interesado por aquellas conductas que, a través del tiempo, han sido condenadas como dañinas para la supervivencia de muchas sociedades: ¿qué hace que algunas personas se ciñan a las normas establecidas y otras las desafíen de modo permanente?, ¿hasta dónde ayuda el castigo a corregir la transgresión?

En un principio, quise entender estas conductas a partir de la teoría del delito, la dogmática e, incluso, la política criminal. Sin embargo, las insuficiencias de estas disciplinas me orillaron al estudio de los nuevos campos de investigación para descifrar la naturaleza humana y sus vínculos con la sociedad: las neurociencias, la ciencia cognitiva, la genética del comportamiento y la psicología evolutiva.

Primero, porque estas disciplinas sugieren preguntas que rebasan, por mucho, el ámbito de las ciencias penales. Segundo, porque en estos campos —a los que en este artículo denomino genéricamente neurociencias— tengo la esperanza de discernir lo que el Derecho es incapaz de responder.

Las reflexiones que hago a continuación tienen un carácter eminentemente divulgatorio. Me atrevo a pensar que podrían ayudar a introducir en el tema a algunos abogados que pronto tendrán que estar abrevando de estas disciplinas.

* Director General del Instituto Nacional de Ciencias Penales.

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No poseo la formación para precisar qué zona del cerebro se desactiva cuando desafiamos la ley y qué zona se activa cuando cumplimos con nuestras obligaciones —la corteza frontal, la amígdala o la articulación tempoparietal—, tema que corresponde a los neurólogos.

Pese a ello, la posibilidad de adentrarse en estos campos con las herramientas de un abogado puede resultar atractiva para que otros profesionistas adviertan la necesidad de abandonar los enfoques “puros” y se vayan inclinando por aquellos multidisciplinarios.

La culpabilidad desde la óptica jurídica

Si nos atenemos a la definición clásica del delito —conducta típica, antijurídica y culpable que sancionan las leyes penales— admitiremos que acreditar una conducta y encuadrarla al tipo no ofrece mayor dificultad. Al menos, desde un punto de vista teórico.

Tampoco verificar si la ley proporciona salidas decorosas —causas de exclusión, dicen los penalistas— para quien actuó de acuerdo con la conducta descrita en la ley: ¿Una persona golpeó a otra y le hizo perder un ojo?, que se le condene por lesiones. ¿La lesión ocurrió durante una pelea de box?, que se le absuelva. ¿La persona se apoderó de un IPhone sin consentimiento de su dueño?, que se le condene. ¿Lo hizo para alertar sobre una tragedia inminente y así salvó la vida de muchos?, que se le absuelva.

También, desde una perspectiva teórica, los problemas vienen con la culpabilidad: “para que la acción o la omisión sean penalmente relevantes”, precisa el Código Penal del Distrito Federal —el más adelantado de los códigos penales en México— “deben realizarse dolosa y culposamente”.

Más adelante, el Código añade: “Obra dolosamente, el que conociendo los elementos objetivos del hecho típico de que se trate, o previendo como posible el resultado típico, quiere o acepta su realización”. Por otra parte, “obra culposamente el que produce el resultado típico, que no previó, siendo previsible, o previó conFiando en que no se produciría, en virtud de la violación de un deber de cuidado que objetivamente era necesario observar”.

¿El sujeto acusado pudo optar por haber actuado de otra manera en las circunstancias en las que actuó? ¿Le era exigible una conducta

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distinta? Es cierto que privó de la vida a otro al embestirle con su automóvil, pero el ahora occiso se atravesó imprudentemente. Es cierto que dio un empujón a su vecino, pero nunca consideró que éste fuera a perder el equilibrio y a romperse el cráneo.

“No podrá aplicarse pena alguna”, vuelvo al Código, “si la acción o la omisión no han sido realizadas culpablemente. La medida de la pena estará en relación directa con el grado de culpabilidad del sujeto respecto del hecho cometido, así como de la gravedad de éste”.

Dentro de las escuelas causalista, Finalista y funcionalista del Derecho penal, se debate, incluso, de quién es la culpa a in de cuentas: se quemó una escuela y murieron una docena de niños. ¿Quién debe responder por ello?, ¿las autoridades locales que autorizaron la construcción de la escuela al lado de un almacén que contenía material inflamable?, ¿las autoridades federales que no supervisaron la actuación de las locales?, ¿el empleado del almacén que no tomó las medidas de seguridad establecidas en el manual de operaciones?, ¿la conserje de la escuela que dejó encendido un calefactor defectuoso que echaba chispas?, ¿el proveedor de dicho calefactor, que lo vendió como nuevo?

Lo que termina ocurriendo en la práctica de los tribunales es que el abogado más habilidoso es quien convence al juez de que el culpable es uno u otro. Esto siempre resulta doloroso para la parte afectada, sin distinguir entre víctimas y delincuentes. Más aún, cuando la sentencia del juez se presenta en términos pretendidamente técnicos que, en ocasiones, ni los propios abogados entienden.

¿Cómo condenar a la sirvienta de la casa 5 que dejó abierta la reja por donde escapó el perro bravo, cuando fue la sirvienta de la casa 6 la que dejó abierta la puerta por donde se escabulló el niño que estaba a su cargo y fue mordido mortalmente por el perro? Un juez puede condenar a la sirvienta de la casa 5 y, otro, a la de la casa 6. Todo depende del abogado del que dispongan. Esto, desde luego, sin contar con los vericuetos del proceso, donde el tema más complicado es la prueba.

La apuesta de Lombroso

Tratando de enfrentar estos problemas teóricos y prácticos desde una perspectiva distinta a la jurídica, el médico italiano Cesare Lombroso (1835-1909) pensó que más que castigar los hechos había que evitar

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que estos se cometieran, identificando a quienes pudieran cometerlos y tomando las medidas preventivas adecuadas.

Lo que había que hacer, enseñó, era descubrir qué rasgos físicos —lo mismo protuberancias del cráneo que inclinación de la nariz, lo mismo terminación del pabellón auditivo que la forma de los dedos de la mano— delataban a los futuros asesinos, violadores y asaltantes.

Aunque la intentona de Lombroso fracasó, hoy día se le reconoce como padre de la criminología. Fue el primer autor, al in y al cabo, que abordó el tema del delito tomando como punto de partida nuestra fisiología y estudiándolo desde una perspectiva científica.

Si bien una nariz ganchuda y una cabeza bulbosa no bastan para que se detenga a un individuo por los homicidios que pueda llegar a perpetrar, el médico iba por buen camino, como lo demuestran los recientes avances de las neurociencias.

Para su desgracia, sus teorías sirvieron de pretexto para establecer la “inferioridad racial” con pretendidas bases naturales. Los disparatados silogismos que aplicaron colonialistas y dirigentes nazis —“el más débil, por tanto, debe ser eliminado”— dejaron mal parado al italiano. Lo mismo ocurrió con prácticas tan desafortunadas como las castraciones químicas o las lobotomías que, todavía en los años cincuenta, se aplicaban en países tan progresistas como el Reino Unido.

El desafío que encaramos en el siglo XXI es descifrar por qué nos comportamos del modo que lo hacemos a partir de nuestra fisiología, y hasta qué grado nuestra libertad puede verse afectada por el exceso de algunas sustancias o la carencia de otras. Un vistazo al mundo animal puede auxiliarnos para decodificar mejor la conducta humana, pues podemos observar a las hormigas o a los chimpancés sin prejuicios sociales, religiosos o raciales.

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