Nacimiento de la Constitución de las Españas y las Indias

AutorFernando Serrano Migallón
Páginas122-147

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V. NACIMIENTO DE LA CONSTITUCIÓN DE LAS ESPAÑAS Y LAS INDIAS*

Vuestra Monarquía es vieja: mi misión se dirige a reno-varla: mejoraré vuestras instituciones, y os haré gozar de los beneficios de una reforma sin que experimenteis quebrantos, desórdenes ni convulsiones […] Españoles: acordaos de lo que han sido vuestros padres, y mirad á lo que habeis llegado. No es vuestra culpa, sino del mal gobierno que os regía. Tened suma esperanza y confianza en las circunstancias actuales; pues Yo quiero que mi memoria llegue hasta vuestros últimos nietos y que exclamen: Es el regenerador de nuestra patria.

Proclama de Napoleón Bonaparte, en Bayona, 25 de mayo de 1808

1. LOS MOTINES DE ARANJUEZ

Manuel Godoy se vio atrapado entre los fernandistas, en el interior, y por el Emperador en el exterior. Carlos IV y María Luisa seguían siendo la base de su poderío personal, por eso el favorito pensó en ponerlos a salvo, una vez que la alianza pactada en Fontainbleu (octubre de 1807) se transformaba en inminente amenaza: acercamiento del Emperador al Príncipe de Asturias, dispersión de las tropas españolas en Portugal y distribución estratégica de tropas francesas en España, ocupando, en febrero de 1808, las plazas fuertes de Pamplona y Barcelona.

Trasladó la corte a Aranjuez, para luego llevarla a Andalucía y, quizá, a América; pero no llegó tan lejos. El Consejo de Castilla rechazó las órdenes del favorito y las examinó bajo la luz de gran sospecha, como señala John

* Salvo indicación en contrario, los documentos citados en este capítulo fueron sacados de la monumental obra de Manuel Fernández Martín, Derecho parlamentario español (1884), Congreso de los Diputados, Madrid, 1992, tomo I.

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Lynch: “acaso planeaba secuestrar a los reyes para salvar su propio pellejo”. La oposición fernandista no lo permitiría.

En la noche del 17 de marzo de 1808, una muchedumbre de campesinos, servidores de palacio y soldados formaron un motín. Godoy tuvo que esconderse en la bohardilla de su casa, envuelto en un tapiz, para aparecer dos días después, hambriento y sediento, en manos de la multitud. Fernando decidiría el perdón o el castigo, autorizado para formar y sustanciar conforme a Derecho la causa del favorito caído, y preso en el cuartel de Reales Guardias de Corps del Real Sitio de Aranjuez.

El Príncipe de Asturias tendría entonces la oportunidad de responder a los ánimos populares, a sus más íntimas pasiones, vengando su ira en Godoy. Sancho Hilarión, en su Diario vallisoletano, registra que al saber las noticias de Aranjuez, el pueblo de Valladolid “pidió con alboroto el retrato de dicho Godoy, que estaba en una de las salas del consistorio, para quemarlo. Hubo para su entrega alguna resistencia por parte de la autoridad, pero ésta cedió”. Lo que gritó la gente y lo que hizo, las siguientes décimas relatan: “¡muera Godoy malvado!/ ¡Muera! ¡muera! todos gritan/ El pérfido seductor…/ y en pedir se desgañitan…/ Hacen con su vil retrato,/ Lo que hicieran sin recato/ Con su mismo original”. Al final, sin embargo, no habría ocasión para que el pueblo lo linchara, ni tampoco para que el Príncipe lo juzgara, acogiéndose Godoy a la protección de los franceses, luego de diligentes súplicas de la reina, y en virtud del inspirado cálculo político de Napoleón.

Hubo un segundo motín en Aranjuez, horas después del primero, de mayor importancia. Era una conspiración de fernandistas, que pretendían coronar a Fernando.

Y, como diría la reina, en una cita que rescata Lynch: “Mi hijo Fernando era el jefe de la conjuración. Las tropas estaban ganadas por él; él hizo poner una de las luces de su cuarto en una ventana para señal de que comenzase la explosión”. Pero no todo fue del Príncipe. Fue animado el motín por los Grandes y Títulos de la nobleza, el Ejército, y el populacho encabezado por el conde de Montijo. Se reclamaba ahora la abdicación de Carlos IV. Diez mil soldados al menos, que detestaban a Godoy, apoyaban a Fernando. Y también el Consejo de Castilla, máximo órgano de gobierno de la Monarquía en su forma absolutista, cumpliendo funciones legislativas, jurisdicción administrativa, y de consejo político. Y cabe añadir, sólo para apuntar su magnitud, que el golpe lo secundaban los curas, enardecidos por la política reformista reciente. Abandonado, al fin abdicó Carlos IV a favor de su hijo y heredero, Fernando.

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El 20 de marzo de 1808, se publicó una Real Provisión a nombre de D. Fernando VII, dirigida a Corregidores, Gobernadores, Alcaldes, Jueces, Ministros, Ciudades, Villas y lugares de la Monarquía, en la que se incluía la siguiente declaración de Carlos IV:

Como los achaques de que adolezco no me permiten soportar por más tiempo el grave peso del gobierno de mis Reynos, y me sea preciso para reparar mi salud gozar en clima más templado de la tranquilidad de la vida privada, he determinado, después de la más seria deliberación, abdicar mi Corona en mi heredero, y mi muy caro Hijo el príncipe de Asturias.

La proclamación del nuevo rey fue precedida por el avance de los ejércitos imperiales en territorio español, hasta el corazón de la Monarquía. El 18 de marzo de 1808, se publicaba en Madrid el siguiente bando:

Habiendo de entrar las Tropas Francesas en esta Villa y sus inmediaciones con dirección a Cádiz, se ha dignado S. M. comunicarlo al Consejo Real […] mandando, entre otras cosas, se haga saber al Público ser su Real voluntad, que dichas Tropas en el tiempo que permanezcan en Madrid y sus contornos sean tratadas como que lo son del íntimo Aliado de S. M., con toda la franqueza, amistad y buena fe que corresponde á la alianza que subsiste entre el rey nuestro Señor y el Emperador de los Franceses.

Días después, el general Murat, Gran Duque de Berg y cuñado de Napoleón Bonaparte, entraba en Madrid. Lo siguió, el 24 de marzo, Fernando VII, el Deseado. Sus primeras decisiones fueron significativas: la amnistía de los condenados por la conspiración de El Escorial, y ordenar el regreso del exilio a Jovellanos, Cabarrús y Urquijo. Eran señales para afirmar a los fernandistas en su lealtad, y también para contento y tranquilidad de los reformistas ilustrados, los afrancesados; pero esto último también lo quiso matizar, para agradar a otros, al mandar revocar la serie de órdenes recientes que afectaban los intereses de la Iglesia.

Durante el mes de marzo los franceses se habían apoderado cautelosamente de las fortalezas de Rosas, Monjuich, Figueras, San Sebastián y otras (la vital ruta de Francia a Madrid), mientras Murat ocupaba pacíficamente la corte. Todo ello se asumía como parte de los Tratados de Fontaine-bleu. La impresión general inmediata fue la de la restauración del orden destruido por Godoy; se suponía además una amistad provechosa entre

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Fernando y Napoleón, que redundaría en beneficios para la Monarquía, la restauración más vigorosa y poderosa de sus instituciones, protegida final-mente por el Emperador.

Inmediatamente vino el desengaño. Pero conviene reparar en las primeras impresiones populares, la confusión y gran expectativa que siguieron a los sucesos de Aranjuez; la incertidumbre primera del pueblo, y luego su desilusión.

Optimismo, eso es lo que hay en las vísperas de 1808 y en su contradictoria expresión lo examinó Pérez Galdós, en sus Episodios nacionales (1873-1879), en las páginas de La Corte de Carlos IV. Gabrielillo, el pica-resco protagonista de la novela, resume eso que hoy se llamaría opinión pública:

Cada cual juzgaba los sucesos según sus pasiones, y como yo no podía formarme idea exacta de la importancia de aquellos hechos, en mi juvenil ignorancia y equivocado patriotismo, creía muy justo que el conquistador del siglo [Napoleón] se apoderara de un pequeño reino [Portugal], que a mi juicio no servía más que de estorbo. En cuanto a Godoy, no había duda de que los comerciantes, los nobles, los petimetres, el pueblo, los frailes, y hasta los malos poetas anhelaban su caída, unos con razón y otros sin ella; unos por convicción de la ineptitud del valido; bastantes por envidia, y muchos porque creían a pie juntillas que habíamos de estar mejor cuando nos gobernara el heredero de la corona [Fernando].

De modo que, al principio, los motines de Aranjuez serían festejados, incluso las tropas francesas aclamadas. Pero Gabrielillo conocerá a un escéptico que se aleja de las creencias del común; es la voz del desengaño, que representa el afilador Pacorro Chinitas; como dice Gabrielillo:

Fue singular cosa que todos se equivocaran respecto a la marcha de los futuros sucesos esperando el próximo arreglo de todos los trastornos; fue singular cosa que el optimismo ciego de la mayoría no alcanzase a comprender lo que penetró con su ruda desconfianza el buen juicio del amolador. Cada vez estoy más convencido de que Pacorro Chinitas fue una de las más grandes notabilidades de su época.

Del capítulo XXI, merece la pena citar en extenso la siguiente conversación:

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—Pues los tenderos, los frailes, los currutacos, los usías, los abates, y los covachuelistas y toda esa gente que anda por ahí, están muy entusiasmados creyendo que Napoleón va a venir a poner al Príncipe en el trono. Dios nos la depare buena.

—Y tú, ¿qué crees insigne amolador
—Creo que somos unos archipámpanos si nos fiamos de Napoleón. Este hombre que ha conquistado la Europa como quien no dice nada, ¿no tendrá ganitas de echarle la zarpa a la mejor tierra del mundo, que es España, cuando vea que los Reyes y los príncipes que la gobiernan andan a la greña como mozas del partido Él dirá, y con razón: “Pues a esa gente me la como yo con tres regimientos”. Ya ha metido en España más de veinte mil hombres. Ya...

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