Mujeres y leyes posrevolucionarias. Un análisis de género en el Código Penal de 1931

AutorMartha Santillán Esqueda
Páginas125-171

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MARTHA SANTILLÁN ESQUEDA

Resumen En el presente artículo se realiza un análisis de las concepciones de género patriarcales contenidas en el Código Penal de 1931 —ordenamiento vigente casi todo el siglo XX—, y su relación con el marco normativo emanado de la Revolución Mexicana el cual ofreció importantes beneficios para las mujeres. Para ello se reŶexiona en torno al Derecho penal como dispositivo discursivo de poder pero también como mecanismo productor —y reproductor— de identidades. En síntesis, se pretende sentar las bases para un entendimiento, desde la disciplina histórica, de la dimensión de género en el Derecho penal que permita dar cuenta de procesos amplios y de larga duración.

Abstract In the present article is performs an analysis of the conceptions of gender patriarchal contained fin the code criminal of 1931—ordering existing almost all the XX century—, and its relationship with the frame regulatory emanated of it revolution Mexican which offered important benefits for them women. For this is reŶects on the right criminal as device discourse of power but also as mechanism producer —and player— of identities. In synthesis, is aims to sit them bases for a understanding, from the discipline historical, of the dimension of gender fin the right criminal that allow give has of processes extensive and of long duration.

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Sumario

  1. Introducción; II. Normatividad jurídica para el sexo femenino: nuevas leyes y códigos tras la Revolución; III. Derecho penal, control social e identidad femenina; IV. El género en el Código Penal de 1931; V. El sexo peligroso: mujeres, violencia y marginación en el Código Penal; VI. Relexiones finales; VII. Referencias.

Introducción

Todas las sociedades establecen una serie de normas que les permite ordenarse y regular las conductas de sus integrantes, apoyándose en variados discursos como, por ejemplo, los mitos, las costumbres, la moral, la teología, la ciencia o las leyes, los cuales apuntalan perspectivas dominantes referentes al deber ser de los sujetos y dotan de significado las conductas humanas. Michel Foucault plantea que los discursos son estructuras históricas, social e institucionalmente constituidas por enunciados, términos, categorías y creencias que organizan la realidad social, y a través de los cuales se pretende regular los comportamientos valiéndose de mecanismos de control;1 sugieren una visión ordenada y particular del mundo, construida en el terreno del conflicto, en tanto que lo que está en juego es el significado que se le asigna a las cosas así como a los individuos y a sus acciones.

Las leyes, entendidas como normas de Derecho emanadas del Estado, tienen dos características fundamentales: son una compleja “práctica discursiva, social (como cualquier otro discurso) y específica (porque produce sentidos propios y diferentes de los generados por otros discursos), que expresa los niveles de acuerdo y de conflicto que operan en el interior de una formación histórico-social determinada”.2 La especificidad de la norma jurídica, a

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diferencia de otros discursos, es que es generalizadora, tiene carácter obligatorio y se impone de manera coactiva, al tiempo que legitima el poder estatal.3

En estos términos, el poder del Derecho penal radica en que establece lo que se asume como actos delictivos y las sanciones correspondientes, los procesos y métodos judiciales, los mecanismos de vigilancia e implementación de la ley, las instituciones carcelarias y correccionales, quién puede ofrecer indultos, etc. Raúl Teja Zabre, redactor del Código Penal de 1931, aseveraba que “el Derecho es el medio de consolidar la moral. […] cada pueblo también tendrá las leyes penales que en determinado momento son consideradas moralmente como necesarias, según los recursos disponibles para su aplicación, con el fin de conservar el orden jurídico existente”.4 Para ello, se conforma una compleja estructura institucional (desde centros educativos hasta juzgados) y se crean aparatos de control y de vigilancia (como agencias policiales, cárceles).5 El Derecho penal es, pues, un aparato de control formal que establece desde la mirada de los legisladores una serie de estrategias sociales las cuales, al pretender promover y garantizar el orden social, intentan someter al individuo a los modelos de conducta y normas diseñados por la misma legislación.

En este sentido, y dado que las características que definen lo femenino y lo masculino no son inherentes a la naturaleza humana, sino construcciones que se establecen social y culturalmente,6 el orden penal —como todo el legal— es a la vez una herramienta discursiva que se encuentra atravesada por una perspectiva de gé-nero particular. Es decir, que desde las leyes también se establecen las conductas deseables e indeseables en función del sexo de las personas; y, en consecuencia, las opciones que tanto hombres como mujeres tienen para desenvolverse en los diversos espacios

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sociales de acuerdo a lo consignado en las diferentes ramas del Derecho.

En el presente artículo me interesa analizar las concepciones de género contenidas en el Código Penal de 1931 —vigentes casi todo el siglo XX—, para vislumbrar el orden social que se buscaba preservar detrás de la tipificación de ciertos delitos en los que las mu-jeres podían ser victimarias o, bien, víctimas. Para ello realizaré, primeramente, una reflexión sobre algunas leyes y normativas emanadas de los gobiernos revolucionarios y posrevolucionarios con la finalidad de entender que el sesgo de género existente en la ley penal se verificaba en razón de una cultura de género más amplia.7 Asimismo, reflexionaré en torno al Derecho penal, no sólo como dispositivo discursivo de control y, por tanto de poder, sino también como mecanismo productor —y reproductor— de identidades. En última instancia, pretendo sentar las bases para un entendimiento del Derecho penal que, desde la historia, permita dar cuenta de procesos amplios y de larga data en materia de género.

Normatividad jurídica para el sexo femenino: nuevas leyes y códigos tras la Revolución

La inestabilidad social producida por la Revolución, así como los conflictos sociales posteriores, posibilitaron que las mexicanas tuvieran una participación más notoria en actividades políticas, laborales y culturales.8 Las modificaciones sociales propuestas por las nuevas leyes fueron notables ya que les brindaban, a diferencia de

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lo sucedido en el poririato, más protección y mejores oportunidades de desarrollo social y personal.

Los cambios comenzaron a constatarse en el ámbito civil desde la Convención Revolucionaria de 1914-1916 en la cual se aprobó la investigación de paternidad con el fin de proteger a las mujeres de los varones quienes las abandonaban evadiendo la responsabilidad hacia sus hijos. Además, Venustiano Carranza otorgó pensiones a las combatientes que habían participado en la guerra revolucionaria y apoyó los Congresos Feministas de Yucatán (celebrados en enero y diciembre de 1916),9 en los cuales se pugnó por una formación laica y anticlerical para las niñas y la posibilidad de brindarles educación sexual; se planteó la importancia de enseñarles actividades, ciencias y artes que les permitiera desarrollarse laboralmente; asimismo, se pedía que las mujeres pudieran asumir cargos públicos.10 En diciembre de 1914 se emitió la Ley sobre el Divorcio,11 a través de la cual se legalizó por primera vez en México la disolución total del matrimonio y se permitía a los ex cónyuges contraer nuevas nupcias. Más adelante fue expedida la Ley de Relaciones Familiares (1917) en la cual se establecía la igualdad entre los cónyuges, quienes debían decidir de común acuerdo la educación de los hijos y la administración de los bienes familiares (se posibilitó a las casadas para disponer de sus bienes); asimismo, especificaba sus derechos y obligaciones en caso de separación y las causales de divorcio, las cuales eran las mismas para ambos sexos, salvo en el caso de adulterio. Al igual que en el poririato, cuando éste era cometido por la mujer siempre sería motivo de divorcio; en cambio, en el caso del marido, sólo cuando el adulterio se hubiese consumado en la casa común, si hubiese generado escándalo, si el

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adúltero hubiera vivido en concubinato o si la amante hubiera insultado o maltratado a la mujer legítima.12

En 1917, Carranza presentó al Congreso Constituyente un proyecto de Constitución. En opinión de Olga Sánchez Cordero, uno de los rasgos característicos de aquella Carta Magna es el reconocimiento de los derechos de los mexicanos y las mexicanas.13 A este respecto, vale la pena destacar una discusión propiciada a raíz de una propuesta elaborada por un grupo de congresistas para incluir en el artículo 22 la pena de muerte a los violadores.ln="77" id="footnote_reference_14" class="footnote_reference" data-footnote-number="14">14 De acuerdo con Enriqueta Tuñón, la sola sugerencia causó “hilaridad entre los congresistas”; en contra de tal planteamiento “se argumentó la responsabilidad de las mujeres que eran provocativas y coquetas, e inclusive se dijo que la iniciación sexual de los hijos era normal-mente impartida por las mujeres que se quedaban en casa”.15 A pesar de que no fructificó dicha moción, es relevante dar cuenta, por un lado, de la necesidad manifestada por cierto grupo de constituyentes de proteger a las mujeres de los abusos y excesos masculinos; y, por otro, de la carga sexual que en el imaginario ellas poseían. No obstante, se lograron importantes avances en materia de aborto. En el Código Penal federal de 1931 se admitió que el...

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