¿Y nuestros muertos??

AutorAndrés Henestrosa
Páginas581-583
grupo, de sus particulares fobias y alopatías. La gente está ávida de aprender,
de orientarse, de averiguar lo que saben y crean los demás; la gente de México,
igual que la de Caracas, Buenos Aires, Roma o Berlín, porque en esto no hay
diferencia de meridianos ni de lenguajes. Y toda esta actividad mental debe ser
una nueva manera inteligente de interpretar los tiempos y las cosas, o se vuelve
regodeo, dialecto de cenáculo, materia reseca que ni da ni permite semilla.
Estábamos en que ya la revista cobró plena vida. Quema entre las manos.
Tiene vuelo y se echa por ahí alegremente sin preocuparse por los riesgos.
Respira salud y algo –aunque sea mínimo– trae nuevo; en algo ayuda a los que
saben que las letras son descubrimientos, o no son nada.
Un día, la revista entra en su periodo clásico. Posee ante sí su efigie, como
en el espejo. Se ajusta a sus normas. Acoge a los pares, no por lo que escriben,
sino por ser pares. Funde intereses con grupos de dentro y de fuera, y como
las familias burguesas que despilfarraron el patrimonio, empieza a vivir de sus
muertos. Los tiempos ya le parecen demasiado vulgares, y los nuevos movi-
mientos, pinitos de “jóvenes” –en letras, la palabra “juventud” es una injuria,
y a veces, un epitafio. Ése, precisamente ése, es el instante en que la revista
debe acabar. La conciencia de lo efímero y de lo limitado, de su martirologio,
es lo único que puede dignificar este manoteo en el vacío, esta fresca muerte
diferida que debe ser una revista literaria importante.
17 de agosto de 1958
¿Y nuestros muertos…?
Todo se prestaba para que la visita a la ranchería de San Cristóbal –ahí no más,
a un ladito del tramo entre Tequisistlán y Tehuantepec– fuera una de las más
interesantes de la gira. La conversación del guía, un mozo fornido que sólo
hablaba el zapoteco, el trayecto lleno de accidentes, por entre lechos de viejos
ríos, la circunstancia de que hasta entonces nadie me había hablado de aquel
lugar, poblado por hombres de la gran comunidad istmeña, y sin embargo,
abandonados a su suerte.
Caía lumbre del cielo cuando llegamos a San Cristóbal. Era domingo y
los ecos de una marimba, más que otra cosa, nos anunciaron su proximidad.
De cuando en cuando estallaban los cohetes en el cielo, dejando una mota de
AÑO 1958
ALACE NA DE MINUCI AS 581

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