Melchor Ocampo
Autor | Angel Pola |
Páginas | 107-130 |
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M elchor Ocampo
1814-1861
A FINES de Marzo de todos los años del
principio del siglo, venía de la hacienda de
Pateo a la metrópoli virreinal la señorona
Francisca Tapia. Una caterva de payos y
majas que andaban a la ventura las calles
todo el santo día apenas pisaban la ciudad,
fijándose en todo, abriendo tamaña boca
por cualquier cosa, arrimándose en desor-
den a la puerta de las tiendas para ver y
hablando fuerte de pura sorpresa, indicaba
a la gente del gran mundo que la opulenta
ranchera de la provincia de Michoacán ha-
bía llegado a pasar la Semana Santa. Todo
lo que traía era grande: gran avío, gran ser-
vidumbre, gran lujo y por sobre todo esto
saltaba su gran caridad sin límites ni excu-
sas. Así, ranchera de la doctrina de Marava-
tío, tenía seductora conversación que salpi-
caba de citas históricas y literarias. Había
leído de cuerito a cuerito a Calderón y ante
su inteligencia era preciso ir a tientas para
no tropezar con su causticidad. La buena
señora, que siempre causaba ruido a su lle-
gada, venía allá por Marzo y se iba después
de Corpus.
En la revolución de Independencia
tuvo relaciones demasiado estrechas de lo
cariñosas con D. Ignacio Alas, que vagaba
por las montañas y cuevas de Michoacán es-
capando de la tropa realista que lo perseguía
por sedicioso. De vez en cuando se le perdía
de vista: abandonaba su vida de hurón en-
tre la espesura de Cóporo y descendía ca-
minando largo a Pateo para estar al seguro
abrigo de la propietaria.
La señora, en una de tantas idas y venidas,
luego de pasada la Semana Santa en 1816, se
llevó consigo a un niño, nacido el 6 de Enero
de 1814, cuyo cuerpecito parecía consumirlo
despiadadamente el clima húmedo de Méxi-
co. Se lo llevaba para tenerlo muy cerca, para
resguardarlo de las tempranas amenazas de
la muerte con el amor maternal que le pro-
fesaba. El niño creció en Pateo bajo la perse-
verante y tierna vigilancia de la señora Tapia,
que se desvivía por él, tal era lo entrañable de
su afecto. En la hacienda se refugiaban ciegos,
paralíticos, ancianos y huérfanos, y se creían
bien amparados de la miseria con el pan de
cada día que les daba la propietaria.
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LIBERA LES ILUST RES MEX ICANOS D E LA RE FORMA Y L A INTERV ENCIÓN108
Cuando el niño supo hablar y fue gran-
decito, se lo mandó al sacristán mayor de
la parroquia de Maravatío, el señor José Ig-
nacio Imitola, que a juicio de los vecinos
alumbraba con su ciencia y era un santo
de carne y hueso por sus virtudes. A
un pas o de Pateo, a la vista de la que hacía
veces de madre, el niño no extrañó la au-
sencia. El sacristán puso manos a la obra
desempeñando tan a maravilla su tarea de
instrucción y por tan fácil camino, que al
aprendiente le entraba luego todo al enten-
dimiento. Cierto día el maestro se presentó
a doña Francisca Tapia llevándole al peque-
ño educando.
—Señora, aquí tiene usted a su niño;
no le puedo enseñar más: todo lo que
sé, lo sabe ya.
—Padre, disponga usted de él.
—Pues a mi lado no puede aprender
más. Tiene mucha inteligencia, mucho ta-
lento, todo lo abarca, todo lo aprende.
—En sus manos lo pongo. Usted sabe lo
que hace.
D. José Ignacio Imitola tuvo a bien que
viniese a México el niño, para que perfeccio-
nara su educación primaria. Vino a dar en
la casa del Lic. Ignacio Alas, Balbañera 7,
y estuvo sujeto a la férula de un maestro
de escuela a la antigua que tenía su esta-
blecimiento en la calle de la Aduana Vieja.
Entonces estaban en todo su reinado des-
pótico la palmeta, las orejas de burro y el
chicote, que detrás de la puerta, pendiente
del cerrojo, no aguardaba largo tiempo su
turno para vestir de cardenal a los alumnos.
Llegó día en que el señor maestro azo-
tó al niño. No había terminado el castigo,
cuando fuera de sí de ira se le encaró al ver-
dugo y le dijo con tono enérgico:
—Usted no tiene derecho de servirse de
mí como de un criado… además, la Cons-
titución de 1824 prohíbe severamente a los
maestros que maltraten a los niños. Paso
a quejarme con mi tutor y pagará usted
una multa de veinticinco pesos por haberme
pegado.
El maestro, sorprendido de la inesperada
actitud del niño, lo dejó por la paz. La es-
cuela, que gritaba en coro la lección, pasó
de súbito al silencio, clavó sus ojos, abiertos de
admiración, en el desalmadito que sufría la
azotaina y quiso saber su nombre: era el niño
Melchor Ocampo. Al poco tiempo partió a
Morelia, recomendado al cura Meléndez, que
llegó a ser ciego de puro viejo, sin perder su
ciencia moral que enseñaba en el Semina-
rio Conciliar. Ocampo entró de interno al
plantel y cursó a la usanza de aquella época:
mínimos, mayores, Lógica, Metafísica, Ética,
Matemáticas, Física y algo de derecho. Total:
seis años durante los cuales el latín se llevó la
mejor parte.
Hasta dicen que cuentan que llegó a ser
bachiller en Filosofía.
Vino por segunda vez a México para con-
tinuar sus estudios de abogacía en la Nacio-
nal y Pontificia Universidad. Allí estuvieron
atados codo con codo Manuel Alas y él. En
vacaciones se iban los dos juntitos a visitar
al cura Uranga en Morelia, al tío José María
Alas, un padrecito de Tlalpujahua, y a doña
Francisca Tapia en Pateo.
Hizo su pasantía en el bufete del Lic.
Espinosa Vidarte, Ministro de Justicia en la
Administración de Bustamante. Sustentó
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