Maquiavelo: la política y la economía de la violencia

AutorSheldon S. Wolin
Páginas235-284
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VII. MAQUIAVELO: LA POLÍTICA
Y LA ECONOMÍA DE LA VIOLENCIA
Al final, la pregunta que está en juego en toda situación
genuinamente moral es: ¿cuál será el agente? ¿Qué
carácter deberá asumir?
JOHN DEWEY
LA AUTONOMÍA DE LA TEORÍA POLÍTICA
El impacto de la Reforma en los países de Europa occidental había dado como
resultado una importante alianza, si bien no siempre reconocida, entre los gru-
pos que abogaban por una reforma religiosa y los empeñados en promover la
independencia nacional. Esto había sido facilitado por la tendencia de los es-
critores religiosos de la segunda mitad del siglo XVI a considerar cada vez más
teorías y problemas políticos. Calvino emprendió la tarea de reintroducir cate-
gorías políticas en la teoría eclesiástica como el acompañamiento necesario
para una nueva integración de los órdenes político y religioso. En Inglaterra,
Hooker proporcionó al anglicanismo una filosofía que ensalzaba la mezcla de
elementos políticos y religiosos y aceptaba la supremacía del soberano en las
cuestiones eclesiásticas. Irónicamente, los puritanos, cuyo concepto de los “dos
reinos” Hooker había calificado como subversivo para la unidad de la vida polí-
tica y religiosa, comenzaron a dudar de su diferenciación. En el siglo siguiente,
mostraron un sorprendente talento para ampliar la jurisdicción del reino de la
gracia, hasta que el mismo orden político quedó temporalmente bajo el domi-
nio de los santos.
El resurgimiento del lenguaje de la política estuvo también ligado a un cre-
ciente sentido de identificación nacional por parte de los apologistas protestan-
tes. El lenguaje de la teoría eclesiástica en particular tuvo que ser reformulado
para que concordara con la disolución de la organización universal y con la
nacionalización de la vida religiosa. Estos dos acontecimientos, la reintroduc-
ción de conceptos políticos en el pensamiento religioso y el sentido de particu-
larismo nacional, fueron sintetizados por Hooker casi a fines del siglo:
Así como el cuerpo principal del mar es uno solo, pero en distintos entornos tiene
diversos nombres, la Iglesia católica está igualmente dividida en una serie de socie-
dades diferentes, cada una de las cuales es llamada una Iglesia dentro de ella […]
Una Iglesia […] es una sociedad, es decir, un conjunto de hombres que pertenece a
alguna hermandad cristiana, cuyo emplazamiento y límites son definidos […] La
236 PRIMERA PARTE
verdad es que la Iglesia y la comunidad son nombres que designan cosas en realidad
diferentes; pero esas cosas son accidentes y esos accidentes pueden y deben convivir
amorosamente en un solo sujeto. Por lo cual la diferencia real entre los accidentes
designados por esos nombres no implica que siempre residan en sujetos diferentes.1
La creciente fusión de categorías políticas y religiosas del pensamiento fue
una consecuencia intelectual de la propagación del control político sobre las
Iglesias nacionales. Cuando estas tendencias se unieron al cada vez mayor po-
der de las monarquías nacionales y a una incipiente conciencia nacional, el
efecto combinado fue plantear una posibilidad que no había sido considerada
seriamente en Occidente por casi 1 000 años: un orden político autónomo que
no reconocía algo superior y que, si bien aceptaba la validez universal de las
normas cristianas, insistía terminantemente en que la interpretación de esas nor-
mas
era un asunto nacional. No obstante, aunque la Europa de la Reforma po-
día aceptar la práctica de un orden político autónomo y disentir básicamente
sobre
quién debía controlarlo, existía una renuencia mayor a investigar la idea
de una teoría política autónoma. En la medida en que la teoría política contenía
un elemento
obstinadamente moral y en la medida en que los hombres identifi-
caran
los imperativos categóricos últimos con las enseñanzas cristianas, el pen-
samiento
político se resistiría a ser despojado de las imágenes y valores religio-
sos. Aun cuando los hombres habían estado preparados para dudar de la
importancia de la ética para la política, aun cuando, como sir Thomas Smith
en el siglo XVI, se preguntaran si el argumento de Trasímaco había sido “tan in-
sólito (si era entendido desde el punto de vista civil) como pretendía Platón”,2
es dudoso que la teoría política pudiera haber evitado el contagio del pensa-
miento religioso. Como otras formas de discurso, la teoría política es pertinen-
te sólo cuando es inteligible. La inteligibilidad de las ideas del teórico depende
de que respete las convenciones tácitas de su época, aun cuando haya empren-
dido la exploración de los límites externos de esas convenciones.3
En la Europa Occidental del siglo XVI, el precio de la persuasión era defini-
do por un público consagrado a la religión. Esto había sido fortalecido por el
hecho de que, cualquiera que hubiera sido el apoyo prestado a la reforma reli-
giosa por impulsos económicos y nacionales, los ataques más sostenidos a la
Edad Media habían sido en gran medida enunciados en el lenguaje de la reli-
gión. La conclusión fue que el teórico político no pudo descartar la religión,
sino únicamente adoptar actitudes diferentes hacia ella.
1 Of the Laws of Ecclesiastical Polity [Sobre las leyes de la política eclesiástica], J. M. Dent & Co./
E.P. Dutton, Londres/Nueva York, 1907, 3.1 (14); 8.1 (5).
2 De Republica Anglorum [Sobre la república de los ingleses], L. Alston (comp.), Cambridge Uni-
versity Press, Cambridge, 1906, libro 1, cap. 2, p. 10.
3 Véanse las interesantes observaciones acerca de este problema, tal como aparecen en la litera-
tura, presentadas en la obra de R. P. Blackmur, Form and Value in Modern Poetry [La forma y el valor
en la poesía moderna], Anchor, Nueva York, 1957, pp. 35 y 36.
MAQUIAVELO: LA POLÍTICA Y LA ECONOMÍA DE LA VIOLENCIA 237
Antes de que se pudieran modificar las convenciones que regulaban el dis-
curso político, la intensidad de la convicción religiosa en el público tuvo que
ser socavada por el escepticismo, la indiferencia y, sobre todo, décadas de enco-
nadas y costosas guerras religiosas. Del mismo modo, la trascendencia práctica
de las ideas políticas estuvo ligada estrechamente a la religión, aunque sólo fue-
ra
porque la agitación religiosa constituía una de las principales amenazas a la
estabilidad política. Los nuevos estados de Europa podían ser políticamente
autónomos en el sentido práctico de ser independientes del control de las insti-
tuciones religiosas, pero no podían permitirse ser indiferentes hacia la religión.
Además, durante siglos las sociedades políticas occidentales se habían basado
en hábitos de civilidad cuyo contenido e inhibiciones sancionadoras fueron pro-
porcionadas
por el cristianismo. Aun en el siglo XVIII, erasmistas convencidos
como Voltaire se mostraron recelosos de tratar de gobernar una sociedad en la
cual la ética cristiana había perdido su influencia.4 El nacionalismo y el patrio-
tismo todavía no habían alcanzado una posición que les permitiera proporcio-
nar, a partir de sus propios recursos, un código de conducta cívica indepen-
diente de la religión. Por todos estos motivos, el lenguaje y los conceptos de la
teoría política, tal como evolucionaron durante la Reforma, no pudieron salir
decididamente del círculo de posibilidades creadas por el pensamiento y los
problemas religiosos.
Si la promesa de una teoría política no podía ser concretada en el marco
intelectual establecido por la Reforma, era preciso buscar en cambio un
entor-
no no alterado por la agitación religiosa en el cual las convenciones del discurso
formuladas por la Edad Media fueran puestas en duda por modos de pensamien-
to
distintos de los teológicos. Existía una situación de ese tipo en Italia en el si-
glo XVI. Aquí los intelectuales italianos dedicaron cada vez más sus esfuerzos a
la investigación de nuevos ámbitos de indagación, sin la distracción de intermi-
nables polémicas religiosas. Al mismo tiempo que la perspectiva intelectual
predominante ya no era configurada por influencias religiosas, había comenza-
do a desvanecerse el poder de las instituciones religiosas o, con más exactitud,
el poder de la Iglesia era importante no como extensión de su misión espiritual,
sino por su función en la política interna de la península itálica. Esta coyuntura
de factores creó la oportunidad para que surgieran fenómenos políticos más
pronunciados y nítidos.
La falta de unidad nacional, la inestabilidad de la vida política en las ciuda-
des-Estados italianas y el fácil acceso al prestigio y el poder que atraían al aven-
turero político se unieron para convertir la dimensión política de la existencia
4 “Qué otro control se puede encontrar para la codicia, para las fechorías secretas e impunes,
que la idea de un amo eterno que nos observa y juzga aun nuestros pensamientos más íntimos. No
sabemos quién fue el primero que enseñó esta doctrina al hombre. Yo mismo le erigiría un altar
[…] si lo conociera y estuviera seguro de que no abusaría de ese poder.” Voltaire, Œuvres complètes
[Obras completas], 52 vols., Morland, París, 1883-1885, 28: 132 y 133.

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