La lucha

AutorJosé C. Valadés
Páginas393-500
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Capítulo XVII
La lucha
LAS FUENTES DE LA GUERRA
Desde el avance, casi tumultuoso, de las fuerzas del general Francis-
co Villa de Aguascalientes a Querétaro, donde se hallaban los pues-
tos avanzados del general Pablo González, el país admitió la inmi-
nente de esa lucha intestina; y aunque los agrupamientos armados
que se preparaban a la guerra, no tenían fundamentos ni caracterís-
ticas propias en razón de ideas, puesto que obedecían a personalis-
mos que, ya por conveniencia, ya por admiración, ya por necesidad,
ya por patriotismo, ya por responsabilidad, obraban conforme a las
circunstancias y por lo mismo carecían de fijeza, no por todo esto se
dejaban de comprender que conforme los grupos, facciones y par-
tidos, ora armados, ora políticos, se rozaban los unos a los otros, la
conflagración se acercaba.
Los campos de batalla que por meses sólo habían quedado gra-
bados sobre los mapas regionales, nuevamente volvían a ser seña-
les de lo futuro; pero dentro de todo eso, era posible determinar que
sólo quedarían, para enfrentarse, dos ejércitos. Uno, el del general
Francisco Villa al cual se llamaría convencionista o villista. Otro, el de
Venustiano Carranza, al que se conocería como Constitucionalista o
carrancista.
Aunque no eran pocos los jefes revolucionarios que estaban
definidos en lo que respecta a seguir al primero o al segundo de
los ejércitos otros más esperaban el momento de la decisión, para
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José C. Valadés
inclinarse a un bando u a otro bando; pues para esto, dentro del
idealismo democrático revolucionario que dominaba en tales días,
no se hacían sumas y restas sobre las posibilidades de triunfo de
Carranza o de Villa. Discutíase, eso sí, quién de esos dos hombres
podría sir más capaz de gobernar la República dando al pueblo los
dones que éste reclamaba como fruto de la Revolución.
El personalismo que se presentaba en el horizonte de México
como consecuencia de las clasificaciones que se daban a los ejérci-
tos en pugna, no correspondía a la categoría clásica de las luches del
caudillaje, sino al valor extrínseco que se otorgaba, entre sus admi-
radores, a Carranza y Villa. No era, pues, la fuerza, la que en esta vez
determinaba la elección del partido: era el principio de las cualida-
des patrióticas, civiles, administrativas y políticas de los personajes
en cuestión. Ser villista, significaba corresponder específicamente a
la idea del populismo, sin considerar las aptitudes de Villa como Jefe
de Estado o de gobierno. Ser carrancista, quería decir, constituir un
gobierno y dar a México un gobernante capaz de establecer y con-
solidar un gobierno jurídico, administrativo y político, sin estimar la
fuerza militar carrancista.
Las figuras de los dos hombres que iniciaban, como capitanes
primeros, la nueva lucha armada en la República, poseían, tanto
para la mentalidad popular, como para las idealizaciones de la épo-
ca, capacidades de gigantes, sin que esto significara que se olvida-
ban los defectos del primero y del segundo; aunque subordinando
tales defectos a las generosas emociones que padecía a la vez que
gozaba el pueblo de México, en medio de los aturdimientos e ilusio-
nes que siempre provocan las conflagraciones.
Tan ajeno vivía el mundo mexicano a las crudas realidades de
tales días, que ni los jefes revolucionarios hacían cálculos sobre el
número de sus soldados ni el poder que éstos podrían representar
en los combates. Las ilusiones, enseñoreadas de la República, co-
locaban la calidad sobre la cantidad. La agilidad y valentía personal
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del general Villa sobresalía a la multitud de guerreros que le seguía.
Interesaban más la dignidad autoritaria de Carranza que los abas-
tecimientos del carrancismo. El número de combatientes estaba al
margen de la contabilidad política y moral del país. ¿Para qué hacer
cuentas de soldados, si a la hora del combate o del triunfo los volun-
tarios parecían brotar de la tierra?
Y no solamente eran los caudillos nacionales y lugareños quienes
vivían ajenos a las realidades de su posición y de sus aspiraciones.
Entre la gran masa de la población mexicana todo era improvisación
a par de negrura. La mayor de las perplejidades tenía acogotada a la
República; pues así como la lucha contra el general Victoriano Huer-
ta había sido casi unánime en el país, y los individuos se alistaban
en las filas revolucionarias solícita y espontáneamente y aunque tal
lucha tuvo los aspectos de la venganza y del coraje, ahora, al empe-
zar el 1915, las opiniones se dividían en las controversias sobre las
cualidades de los caudillos de primera fila revolucionaria.
Poco, muy poco se hablaba o se pensaba acerca de determinados
ideales políticos. Tampoco había referencias o reivindicaciones so-
ciales. De éstas, y siempre con vaguedad, y más bien como citación
de vanidades sólo hacían mención los ilustrados; y los ilustrados
podían ser fácilmente contados —correspondían, en su mayoría, a
los individuos de la primera época revolucionaria; porque como los
cinco años que siguieron al antirreeleccionismo hasta los días que
examinamos, habían corrido muy de prisa y en medio de las violen-
cias de la guerra, bien señalados fueron los hombres que alcanza-
ron la posibilidad de adquirir una preparación política mayor de la
que legaran al país Francisco I. Madero y el maderismo.
Debido a todo esto, los grupos armados carecían de macicez de
ideas y sólo perseguían los signos de la hombradía y bizarría. Y esto
se manifestaba en acontecimientos casi cotidianos que producían
estragos en las filas de uno y otro partido. Así, al iniciarse el pri-
mer movimiento de avance hecho por los soldados de Villa hacia

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